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El periodismo y las excepciones

A pesar de las evidencias, muchos intelectuales se negaron a reconocer el genocidio.

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Sin inventar nada es una traducción reciente de las memorias de Lev E. Razgón, un escritor que pasó muchos años de su vida como huésped del Gulag soviético. Los campos stalinistas (que, en realidad, empezaron con Lenin y llegaron hasta el final del régimen) difieren de los lager nazis en dos aspectos importantes. Uno es que, aunque los rusos hayan producido más muertes, sus objetivos excedían el exterminio de los detenidos, ya que el producto de la mano de obra esclava era importante para la economía socialista. El segundo es que, en el caso alemán, los carceleros SS eran declarados enemigos de los prisioneros (judíos o gitanos, comunistas u homosexuales) mientras que la vaguedad de los delitos atribuidos a los zek (tales como “propaganda contrarrevolucionaria”) no los diferenciaba en esencia de sus captores. Como en Alemania, en la Unión Soviética el terror universal y el aparato represivo eran componentes esenciales del sistema, pero se podía pasar con cierta facilidad de un lado al otro del mostrador “concentracionario”, especialmente en una dirección: cualquiera podía acabar adentro.
Antes de su cautiverio, el propio Razgón era un miembro del partido y un comunista convencido. Entre sus amigos y su familia figuraban dirigentes importantes y no faltaban, incluso, jerarcas de los servicios de inteligencia. La caída en desgracia de estos personajes durante una de las purgas de Stalin arrastró a Razgón a la cárcel, donde tuvo tiempo de cambiar de opinión sobre algunas cuestiones y revisar su vida previa, cuando era una joven promesa del periodismo.
Como tal, le tocó un día visitar un reformatorio y su informe se limitó a destacar las buenas condiciones de higiene del establecimiento. “No dije una sola palabra de los niños que temblaban de miedo ante el menor grito de los guardias, de las palizas que propinaban los grandes a los pequeños, de la jerarquía de la cárcel según la cual cuanto más pequeño y débil era uno, peor le iba… No dije que los muchachos más pequeños se habían convertido en rehenes de los semibandidos de mayor edad, que ayudaban a la administración a controlar la población de la cárcel.” Esa omisión mentirosa le parece al autor “la más imperdonable de las muchas cosas que pude haber escrito”.
En el libro se cuentan atrocidades mucho más llamativas, pero en ese párrafo están resumidas las características de una sociedad regida por el autoritarismo y la explotación, la delación y la denuncia, la corrupción y la violencia. Esas tradiciones han engendrado en buena medida la Rusia de hoy con su concentración del poder, sus mafias millonarias y un presidente que proviene del viejo aparato de seguridad y continúa sus prácticas. Es un país donde sigue siendo muy peligroso para un periodista decir cosas que no le agradan al Estado, como lo demostró hace pocos días el asesinato de Anna Politkovskaya.
Otra característica del Gulag fue que, a pesar de sus dantescas dimensiones y de las inocultables evidencias de lo que estaba ocurriendo, una parte importante de los intelectuales y la prensa de Occidente se negó a reconocer el genocidio o lo calificó de “un exceso justificable”, que no impedía ni descalificaba el apoyo debido al régimen. La historia se fue repitiendo en relación con China, Camboya, Cuba y el resto de las dictaduras del bloque y hasta hubo clientes para Albania y Corea del Norte. La lógica de los que escriben para el poder tiene esos dos movimientos. Primero negar y luego minimizar lo que éste tiene de atroz o de antidemocrático. Leo en un diario oficial el panegírico semanal que un periodista le dedica al presidente argentino. En un pequeño recuadro, sin embargo, le critica el apoyo a la reelección de Rovira. Pero el título lo dice todo: “Misiones, una excepción”. Una excepción o cien, nada le hará cambiar el discurso. Aunque parezca que se puede hacer de muchas maneras, el periodismo se acerca finalmente a Razgón o a Politkovskaya.