Me gustan los juegos de asociación libre, como ese en el que uno dice una palabra y otro tiene que responder con lo primero que se le ocurre. Por ejemplo, “casa”, “grande”; “comida”, “bife”; “Boca”, “campeón”. Podrían ser esas u otras palabras, y de hecho estos últimos días jugué bastante con la palabra “campo”. Les preguntaba a mis amigos, y en general cuando yo decía “campo”, ellos respondían “naturaleza”. Es verdad, entre otras cosas el campo remite a la naturaleza (“los terrenos baldíos son la intrusión de la pampa en la ciudad”, dijo Borges, creo). Uno se imagina el campo, ¿y en qué piensa? En las vacas, el canto de los pájaros, la siembra, el olor a bosta. La apacible vida natural. Es cierto que el campo se convirtió en una industria, con sus pools de siembra y sus productos como la soja transgénica; pero nada nos quita del imaginario la figura del chacarero, del tambero, que al amanecer ya está allí, trabajando para que nosotros en las ciudades disfrutemos de las góndolas repletas de abundancia en los supermercados (de la naturaleza a su mesa). Pensaba en todo esto, y recordaba un pequeño artículo que Clarín publicó el miércoles 18 de junio y que casi no tuvo repercusión (un par de diarios también publicaron la información, también muy breve, y poco más). Es un recuadro de apenas 63 palabras, así que me permito transcribirlo entero: “El campo, con gurú propio. La campaña comunicacional del campo tampoco es improvisada: acercado por la Sociedad Rural, el consultor Felipe Noguera fue quien tuvo la idea de asociar la protesta de los productores al concepto de ‘Patria’, con reparto de escarapelas y acto el 25 de Mayo incluido. Noguera trabajó para Domingo Cavallo, Chiche Duhalde y Ricardo López Murphy, entre otros políticos”. ¿Pero entonces el campo no es natural? ¿Y la autenticidad? ¿La imagen del campo también se construye? ¿Hay asesores de imagen trabajando con los dirigentes rurales? ¿Y qué metodología usarán? ¿Focus group? ¿Encuestas cuantitativas? ¿Entrevistas en profundidad con líderes de opinión?
No soy un periodista de investigación (es decir, no uso mucho Google), ni tampoco soy un intelectual comprometido (es decir, no uso mucho Google), así que no les presto atención a los antecedentes del señor Noriega (supongo que no deben ser diferentes a los de la mayoría de los consultores de imagen), ni tampoco tengo voluntad para llevar adelante un análisis crítico de la opinión pública en términos de la Escuela de Frankfurt (ya tenemos a nuestros oportunistas intelectuales benjaminianos disertando semana tras semana en el Foro de la librería Gandhi, comprometidos con el más absoluto ridículo). Sólo me interesa el caso porque atañe a un problema lingüístico mayor, un tema central de la literatura: la paradoja. Va como ejemplo este imperativo: ¡sea espontáneo! Si alguien cumple la orden de ser espontáneo, en el acto deja de serlo. La espontaneidad no puede ser una estrategia. La naturalidad tampoco, la autenticidad aún menos (estrategia, en cambio, es un brief en el que se sugieren acciones como apropiarse de la noción de Patria y cosas por el estilo).
Recuerdo ahora una frase de Deleuze: “La fuerza de las paradojas reside en esto, a saber: que no son contradictorias, aunque nos ponen delante de la génesis de la contradicción”. Cuando se expulsa la paradoja, la literatura desemboca habitualmente en los diversos modos del realismo ramplón, sobre los que ya ni vale la pena detenerse. Pero la pregunta se vuelve interesante cuando se posa sobre la política. ¿Qué pasa con la política cuando cae bajo el peso de la paradoja? Cuando se trata de una estrategia, tampoco hay mucho que agregar (es sólo una forma de manipulación, como tantas otras). Pero a la inversa, una verdadera política de la paradoja sería aquella que las lleva (a la política y a la paradoja) hasta sus últimas consecuencias. Allí, muy lejos del campo de la política realmente existente, hay un mundo por inventar.