Ayer nomás, es decir, la semana pasada, venía diciendo o más bien empezaba a decir cuando la medida de la columna llegó a su tamaño límite, que en un mail cruzado con Rodrigo Fresán comentábamos algo acerca de Henry James y caímos en su último texto, dictado poco antes de morir y luego de sufrir un derrame cerebral. Es un monólogo en apariencia intransitable, un intento por capturar en el río sangrante de su cerebro el pez de las palabras adecuadas, un último intento, tal vez, por ir y perderse en un punto preciso que no fuera ese universo evanescente y angustioso que fue su apuesta artística, su pasión, su frenesí y su desesperación: lo no dicho, lo que no termina de decirse, lo que nunca puede ser dicho y a lo que sólo se puede apuntar (como el dedo de la tapa de El fiord de Osvaldo Lamborghini, un dedo en el fondo obsceno señalando algo en dirección a un cielo que está fuera del marco del libro).
En ese monólogo, Henry James descubre o se encuentra con algo que es o parece el monólogo interior, que seis años más tarde James Joyce volvería popular o al menos conocido gracias a la enorme operación de marketing de su Ulysses. El lector atento habrá observado esta curiosidad: el apellido de uno es el nombre del otro, como si existiera una secreta continuidad. Y ahora deslizo una curiosidad segunda: en su monólogo, el maestro de la elipsis y la discreción, el que convirtió la represión en supremo estilo, toma la voz de Napoleón. Quiere pescar a Napoleón. Son apenas dos o tres páginas que abren las puertas de la literatura del siglo XX. Aunque nadie, entonces, o casi nadie, se asomara a los paisajes que aparecen del otro lado.
Y ahí pasamos al punto. Al autor no leído, insuficientemente leído. Le comento a Fresán algo, de una anécdota que leí en alguna parte, no sé si en una biografía de James o en la contratapa de uno de sus textos escrita por Borges, donde nuestro broncíneo ciego habla de la “frígida gloria” de James (¡qué viejo maligno!). El asunto es que una señora escribió una carta al correo de lectores de un medio periodístico de la época, manifestando su indignación, preguntándose cómo era posible que alguien afirmara que Henry James era un gran autor si ella había ido a consultar en la biblioteca de su barrio o ciudad, y en el último año sólo ochenta personas habían retirado un libro suyo. Dejaremos el tema de la canonización y el mercado para apoyarnos en la próxima columna, que si Dios quiere será nuestro sostén (temo agregar: y si no quiere, tal vez).