Es sabido que uno de los desequilibrios que tiene la Argentina es el déficit fiscal, el cual hace varios años se mantiene en niveles elevados y el nuevo gobierno, en su primer año de gestión, incluso lo ha profundizado. Para el segundo año, el reciente Proyecto de Presupuesto nos dice que habrá una mejora en el margen, que sólo alcanzará para volver al nivel de 2015.
Es cierto también que las correcciones fiscales no pueden hacerse en marcos recesivos (ya sabemos cómo terminan esos procesos). Pero la clave en esta discusión no es sólo acerca de la trayectoria del déficit, sino cómo se la financia en el tiempo. En este sentido, para el nuevo gobierno el endeudamiento es la pieza que completa el rompecabezas.
Ahora bien, esto trae consigo el riesgo de la tentación de cubrir desequilibrios con endeudamiento, que es conocida en nuestra historia y, peor aún, suele exacerbarse de cara a procesos electorales.
El problema de financiar continuamente el déficit fiscal con endeudamiento es que la carga de intereses crece y resta espacio para atender los objetivos que se buscaban impulsando el gasto. En otras palabras, el uso intenso de esta estrategia genera que año tras año se necesite una reducción más elevada del déficit primario (gastando menos en servicios sociales, obra pública, etc.) para hacer frente a la carga de intereses, que crece justamente por haber financiado con deuda los gastos de años anteriores.
Lo que en última instancia estamos planteando es que esta estrategia puede llevar a que se vuelva a ingresar en un círculo de “impulso por necesidades políticas”, seguido por los típicos “ajustes de años pares (2018), que se interrumpe por la aparición de nuevas necesidades políticas (elecciones 2019). Para peor, todo financiado con un creciente endeudamiento y, desde ya, con los conocidos costos sobre la clase media trabajadora y los segmentos más vulnerables, que son los que siempre terminan pagando los platos rotos.
Hay que entender que el acceso al crédito es necesario, pero un déficit de estas magnitudes sólo puede reducirse sosteniblemente en el tiempo por la ampliación de la base productiva (por la vía del crecimiento económico), el ensanchamiento de la base tributaria (formalizando a la mitad sumergida de la economía y eliminando las exenciones a sectores de altas rentas) y la optimización del gasto público, que debe utilizarse para incrementar la productividad y saldar la deuda social, en lugar de la atención de necesidades coyunturales.
Y aquí radica la importancia del Presupuesto como herramienta de desarrollo económico, social e institucional, y no sólo como una mera estimación de la trayectoria de ingresos, gastos y financiamiento. Por ello la necesidad de devolver este rol al Presupuesto, que debe transformarse en la brújula del rumbo no sólo del año en cuestión sino también del mediano y largo plazo.
El Presupuesto debe entonces dejar de ser vulnerado permanentemente por medio de distintos mecanismos, como los “superpoderes” y los DNU, que pareciera que cada vez tienen menos de “urgencia” y más de “necesidad política”. Es esencia, lo que se requiere es un mayor equilibrio institucional en materia de la administración de los recursos públicos.
El Congreso y el Presupuesto nacional deben ser las principales barreras institucionales para que el Gobierno reafirme su compromiso con la recuperación de los equilibrios macroeconómicos sin vaivenes, y evite comenzar a transitar un camino por el cual caiga en la tentación de “barrer la basura debajo de la alfombra”, aunque no haya formado parte de su plan original, con mecanismos que comprometen el futuro. Porque, en última instancia, la tentación del corto plazo no distingue el color político. n
* Diputado del FR.