En estos días casi se da por supuesto que éste será “el siglo de Asia”, tras un irreversible cambio político/económico del poder global desde Occidente hasta Oriente. China ha reemplazado a Alemania como el principal exportador del mundo, mientras que la surcoreana Korean Electricity superó la oferta de Electricité de France para construir tres reactores nucleares en Abu Dhabi.
No hay duda de que las estadísticas del comercio chino no reflejan las importaciones que necesita para producir lo que exporta, y el reactor de los surcoreanos utilizará la tecnología Westinghouse. Sin embargo, no se debe subestimar el éxito de Asia, especialmente si se considera que los gobiernos asiáticos han aprovechado con inteligencia la reciente crisis financiera como una oportunidad de reforzar el mecanismo del libre mercado.
No obstante, es prematuro proclamar un “siglo de Asia”. Puede que las áreas costeras de Corea del Sur, Japón, Vietnam y la plataforma costera oriental de China tengan en común algunas características culturales y una estrategia económica similar, pero gran parte de la China central y occidental está sumida en la pobreza, Indonesia pertenece a un mundo diferente en lo económico y lo político e India también es un Asia muy diferente. Tampoco Asia presenta cohesión política: partes de ella son democráticas, mientras otras son gobernadas por déspotas.
Más aún, no hay un sistema económico “asiático”: el capitalismo de estado de China no pertenece a la misma categoría que el capitalismo privado que se practica en Japón y Corea. India sigue siendo, en gran medida, una economía agrícola, con islotes de dinamismo en el sector de servicios y las pequeñas empresas.
Asia no posee un centro de decisiones ni instituciones de coordinación comparables a la OTAN o la Unión Europea. Esto es importante porque, mientras dentro de Occidente hay una relativa paz, Asia está llena de conflictos reales (dentro y alrededor de Pakistán) y otros que se ciernen alrededor del Mar del Sur de China.
Otra de las debilidades relativas de Asia es su pobre historial de innovación, factor fundamental de todo dinamismo económico prolongado. Hasta ahora, las exportaciones chinas contienen poco valor añadido y mucha mano de obra barata, y los productos sofisticados que sí produce, como los teléfonos inteligentes, han sido inventados en Occidente. Japón y Corea del Sur son países mucho más creativos, pero con demasiada frecuencia no hacen más que mejorar productos y servicios concebidos inicialmente en Occidente.
La fragilidad de Asia no significa que esté garantizado el predominio de Occidente: con sus universidades, sus valores culturales, su industria del entretenimiento y sus potentes fuerzas militares, Occidente se mantiene a la vanguardia, pero es posible que no sea así por siempre. Es muy probable que, al intentar comparar el poder relativo de Occidente y Oriente, nos estemos aferrando a un vocabulario obsoleto. Nuestros criterios pertenecen al pasado.
Después de todo, en la actualidad no existe ya la “economía nacional” autónoma. Mientras más sofisticado es un producto o servicio, más tiende a desaparecer su identidad nacional. No hay teléfonos móviles ni derivados financieros que sean característicamente occidentales u orientales. Cuando China compra papeles del Tesoro de EE.UU., ¿quién depende de quién? Cuando Asia crece, Occidente no se empobrece. De ahora en adelante, progresamos todos o no progresa ninguno.
Así, no es que hayamos comenzado el “siglo de Asia”, sino más bien el primer siglo global. Pero la civilización global es un fenómeno tan nuevo que todavía no comprendemos completamente lo que nos ocurre a cada uno de nosotros: nos aferramos a viejos conceptos para describir nuestro mundo emergente. Puede que no sea un mundo mejor, pero sin duda será uno muy diferente.
*Filósofo y economista francés, autor de La economía no miente.
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