Cualquiera que sea periodista en Afganistán sabe, o debería saber, que hay muchas cosas que están absolutamente prohibidas. Después del retiro de las tropas internacionales en 2014, en el país se desarrollaron varios proyectos editoriales y nacieron varios canales de televisión –como Tolo TV, 1TV, Ariana News, Shamshad TV y Khurshid TV–, y con el nacimiento de esos proyectos se intensificó la máquina de la censura, esa Gestapo del espíritu, como la llamó Godard: palabras prohibidas, situaciones de las que es mejor no hablar, lugares inaccesibles incluso para el periodismo oficialista. Hay un solo programa que increíblemente sobrevive gozando de ilimitada libertad. Se emite los viernes a las 20 por Tolo TV, una de las emisoras más famosas del Estado, y se llama Shabake Khanda. Shabake Khanda es el espectáculo satírico de Ibrahim Abed, un cómico que en poco tiempo se volvió uno de los personajes más famosos de la televisión, de esos que no pueden caminar tranquilos por las calles de Kabul sin que le pidan autógrafos y que todo el mundo quiera sacarse una foto con él.
Lo que hace a Abed tan especial es que afronta en formato de sketch humorístico las principales preocupaciones de los afganos: la violencia, las amenazas, los secuestros, la corrupción del gobierno, el tráfico de armas, la traición conyugal, la bigamia y, naturalmente, la censura. Todas esas situaciones son afrontadas con levedad, con ironía, en medio de circunstancias grotescas. Las imitaciones que Abed hace del presidente Ashraf Ghani o de su predecesor, Hamid Karzai, o incluso de Donald Trump, hablando delante de un inmenso muro de utilería, se volvieron inmediatamente virales. El gobierno, como era de esperar, le ha hecho saber que se está pasando de la raya, aunque todavía no hubo ninguna declaración oficial.
Pero el “efecto Abed” está tomando cauces insólitos: hay ciudadanos que llaman al canal para relatar sucesos vividos por ellos mismos, y que quisieran ver dramatizados en la pantalla. Es decir: si tienen que denunciar algo no llaman a la policía, llaman al canal. Es algo común en Afganistán que la gente se amenace mutuamente diciendo que si hacen algo malo Ibrahim Abed va a dedicarles un sketch. Y parece que la amenaza funciona; a nadie le gustaría verse ridiculizado por el príncipe de los payasos.
Ibrahim Abed nació en Jalalabad, la capital de la provincia de Nangarhar, y tiene ocho hijos. Según un informe de Reporteros sin Fronteras sobre la libertad de prensa, Afganistán se encuentra en el puesto 118. Hace una semana la periodista Samim Faramarz y el cameraman Ramiz Ahmadi, de Tolo TV, fueron asesinados mientras cubrían el atentado a un gimnasio de Kabul. Pero Abed ni siquiera tiene miedo de los talibanes, porque está convencido de que ellos también se ríen al verlo. En un país donde la vida cotidiana está plagada de códigos que deben respetarse, Abed insiste en que la sátira consiste en romper esos códigos.
Abed trabaja, despreocupado de las amenazas que recibe cada tanto. Se trata de intimidaciones, insultos en su página de Facebook, comentarios que prometen venganza, personas que juran que le arrancarán los dedos que le quedan de la mano izquierda –cuando era chico, Abed perdió dos dedos en la explosión de una mina oculta en un juguete. Pero nada de esto le importa al buen Ibrahim: “Hacen falta más personas que hagan mi trabajo”, dice, alentando a que lo imiten. ¿Pero a quién se le cruza por la cabeza semejante idea?