COLUMNISTAS

El problema del anti-intelectualismo

Personaje: la mezcla de Forster y González en PPT.
| Reproducción de pantalla

“El intelectual convencional es el que se vuelve intelectual porque no sabe muy bien qué hacer con las cosas y por lo tanto se aparta. Uno estudia filosofía, lo sé por experiencia, porque prefiere ponerse un poco lejos, en una postura que pueda parecer de superioridad, como una manera de ocultar incapacidades básicas. De ese estado se vuelve, tal vez, curado, si uno descubre una buena psicoterapia, o vive un buen amor, o tiene hijos, o tal vez porque al crecer uno despliega nuevas fuerzas y descubre otras maneras de tratar con el mundo con el que antes no podía tratar.

Pero muchas veces este progreso personal no tiene lugar, y el intelectual se pone cada vez más crítico, distante, escéptico, histórico, pedante, oscuro y despersonalizado. Ponerse al servicio de la historia es también eso: despersonalizarse, intentar ser sin ser, cambiando las cuestiones personales por posiciones ideológicas o sociales que puedan mostrarse con orgullo y que sirvan para ocultar la profunda falta de autoestima que hay en la base de tales miradas ‘pensantes’.”

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[Alejandro Rozitchner en el diario PERFIL, 8/6/2014]

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No concuerdo con todo lo que aparece publicado en PERFIL. El párrafo citado es un buen ejemplo. Pero valoro la existencia de esas –en terminología de Mao– contradicciones secundarias de las opiniones muy contrapuestas. Las valoro porque nos alejan de la verdaderamente peligrosa contradicción primaria, que sería perder la pasión por el conocimiento al que se escala dialéctica o disruptivamente, pero siempre contraponiendo argumentos.

Es cierto que las frustraciones hacen personas más quejosas. La Argentina toda es un buen ejemplo de ello, y Kirchner se aprovechó mucho de ese sentimiento. Pero no es sólo una patología de los intelectuales.

Una herencia maldita que nos deja el kirchnerismo es la provocación que engendra su opuesto. Causas nobles y diagnósticos correctos que, exagerados, hacen evidente su uso político y se terminan bastardeando hasta el punto de convertirse en lo peor. La participación de un grupo de intelectuales –por más sesgados que fueran– en la tarea común de construir sentido tiene más aspectos positivos que negativos. Pero al nombrar a uno de sus dos principales referentes secretario del Pensamiento Nacional, creando dentro del Ministerio de Cultura esa dependencia especial para él, se genera un absurdo que afecta el prestigio de Carta Abierta y de los intelectuales.

Salvando las distancias en múltiples sentidos, ya vació gran parte del valor de la Asociación Madres de Plaza de Mayo convirtiendo a Hebe de Bonafini en una especie de Luis D’Elía con polleras.

Pero más grave aun es si esa impostura imantara a sus críticos transformándolos en anti-intelectuales. Hay síntomas así en partes de la sociedad, que se ven bien expresados en la imitación de un intelectual de Carta Abierta que mezcla rasgos de Horacio González y Ricardo Forster en el programa de Lanata.

Todas las personas cercanas al mundo de la cultura le reconocen a Horacio González méritos personales que no están representados en esa caricatura. Tampoco hay algo criticable en el barroquismo de la prosa de Carta Abierta porque no hay nada oscurantista en ella. Cuánto se parecen las críticas estéticas a las críticas ad hóminem.

Otro problema del anti-intelectualismo es que se subestima la influencia de los intelectuales con la clásica división entre el hombre de pensamiento y el de acción. La idea generalizada sobre que Néstor Kirchner usó o compró a determinados intelectuales, lo que parcialmente puede ser cierto, minimiza cómo el kirchnerismo también fue usado ideológicamente. Si se asumiera que el kirchnerismo es una falsa izquierda, incluso para algunos es hasta de derecha, no se podría negar que la verdadera izquierda usó al kirchnerismo para golpear a sus enemigos principales (nuevamente las contradicciones primarias y secundarias de Mao) y progresar en la batalla cultural primero y electoral después: el Partido Obrero, que comenzó ganando elecciones sindicales y ahora legislativas.

Una crítica común a los intelectuales es que están menos expuestos a tener que enfrentar las consecuencias de sus errores porque el mundo de sus ideas abstractas no tiene directa traslación a la realidad concreta, como sí sucede con el conocimiento científico, al que se puede comprobar falso con razonable facilidad.

Pero eso tampoco tiene en cuenta la división de trabajo entre la filosofía y la ciencia. Lo explicó muy bien Bertrand Russell: “La filosofía consistiría en especulaciones sobre aquellas cuestiones donde el conocimiento preciso aún no es posible. La ciencia es lo que sabemos y la filosofía es lo que no sabemos, y por ese motivo las preguntas están constantemente pasando de filosóficas a científicas a medida que el conocimiento avanza”.

La filosofía “amplía la visión del mundo y muestra que hay cosas que suponemos que sabemos, pero que en realidad no sabemos; nos mantiene modestamente conscientes de cuánto de lo que parece conocimiento no lo es”.

¿Cómo podríamos aspirar a cambiar el mundo sin primero entenderlo? Y no se lo entiende sin filosofía. La ciencia se ocupa sólo de una mínima parte del mundo. Si el próximo gobierno, como reacción al kirchnerismo, fuera anti-intelectual, se perdería una herramienta importante del progreso. Y si fuera de centroderecha, debería recordar que una de las corrientes anti-intelectuales se dio en los movimientos más radicalizados de izquierda (salvo que los intelectuales fueran orgánicos).

Fascistas, comunistas y populistas fueron por igual anti-intelectuales porque aman la certeza. Russell decía que nada merece certidumbre total, pero una de las funciones de la filosofía es la de “animar a las personas a actuar con vigor sin certeza absoluta”.