No habrá ningún puente entre Buenos Aires y Colonia: no se hará. Lo sabíamos desde hace mucho, por no decir que desde siempre. Siempre supimos que el puente no se iba a hacer. ¿Cómo puede ser entonces noticia actual, como de hecho lo es? Porque en el curso de la semana que pasó, fue desactivado el ente que se encargaba (que se encargaba o que se encargaría, uno ya no sabe cómo conjugar) de la construcción de la obra.
El puente no existió ni existiría, pero el ente constituido para emprender el proyecto perduraba pese a todo. A diferencia de su correspondiente comisión uruguaya, que fue disuelta en 2005, la comisión argentina persistía en sus oficinas de Leandro N. Alem al 400, con no pocos empleados y otros tantos tal vez opíparos sueldos. Como si un puente, un símbolo por excelencia de la relación entre dos, pudiera efectuarse de manera unilateral: bastando con un solo lado.
La cuestión del cruce al Uruguay aparece en los comienzos de la ficción argentina: consta entre las peripecias de Amalia de José Mármol, allá en 1851. Para figurarse imaginariamente el país, incluso antes de saber del todo bien cómo iba a ser el país, fue preciso figurar esa travesía. Cruce de charco o de mar; fuga, exilio o utopía; pasar del otro lado, del otro lado pero cerca, afuera pero ahí nomás. El cruce opuesto, el de la cordillera de los Andes, quedaba sellado y simbolizado para siempre por la hazaña histórica de José de San Martín, con el refuerzo narrativo, por si fuera poco, de la página inicial de Facundo de Sarmiento. El cruce al Uruguay desde Buenos Aires, en cambio, con tanto río de por medio, parecía cobrar si se quiere mayor potencia como ficción.
¿Pero no es eso, justamente, lo que hace interesante a este puente Buenos Aires-Colonia? El puente nunca construido, nunca concretado, el puente nunca realizado, el puente nunca real, ¿no es un caso paradigmático de ficción total? Con una particularidad en verdad determinante, que es que no se trató de una ficción literaria, sino de una ficción de Estado: una ficción de la política en el más pleno sentido. No me refiero a una mentira política, es decir a un enunciado que falsea la realidad de los hechos, sino a una ficción política, una entidad imaginaria que habita un plano finalmente distinto al de la realidad y al de los hechos. Su inexistencia en acto refuerza su carácter de existencia imaginaria.
Contamos con varias ficciones de Estado en nuestra rica historia política, y ya han sido enumeradas en otras ocasiones: la energía atómica en la isla Huemul es un ejemplo, la capital federal en Viedma es otro, la aeroisla es otro, y así siguiendo. El puente largo del Río de la Plata puede agregarse ahora a la colección. El territorio que la política parece preferir por lo común es el que, con su consabida gracia aforística, señalara el general Perón: “La única verdad es la realidad” (no por nada es una de sus frases más citadas).
Pero muy a menudo sucede, y Perón lo sabía tal vez mejor que nadie, que la política se dispone hasta con gozo a pergeñar mundos posibles, entes de pura especulación, irrealidades. Más allá de la verdad, y por lo tanto de la mentira, se pone a producir ficciones. En aquellas oficinas de la calle Alem al 400, no era un puente lo que se tramaba: era una pura ficción. El engranaje de la burocracia activado para la postulación de una cosa que nunca sería.
Pues bien, esas oficinas ahora van a cerrarse. El llano sentido común lo recomienda y hasta lo exige, porque lo cierto es que todo esto vino costando mucha plata por varios años. Para la literatura, esa decisión no es indiferente. La literatura nunca cuesta tanto dinero, por una razón muy sencilla: la política importa a muchos y la literatura importa a unos pocos. Pero los deslizamientos en las estructuras de las ficciones de la política no dejan de interesarle. Porque lo más común con la literatura, cuando se mete con la política precisamente, es que se la reduzca con pobreza a la mera realidad. Se la lee sí o sí como realista, aunque no quiera serlo y no lo sea; se la aplana en la facticidad, se la sacrifica en el altar de las verdades, se la confunde con los hechos sucedidos.
Por eso nunca viene del todo mal tener también un poco en cuenta lo que la propia política tiene de especulación imaginaria, de sugestión irrealizada, de treta fictiva.
Esta misma tarde, antes de que se vaya el sol, me propongo ir hasta la Costanera. Quiero mirar un rato el río, el río nomás, la falta de puente.