Escuché por WhatsApp cómo un amigo le pasaba a otro la receta para cocinar un pulpo. Y después me quedé mirado un documental que se llama, Mi maestro el pulpo. Es la historia de un camarógrafo y buzo –con snorkel, sin tanques– que se hace “amigo” de un pulpo hembra al que visita por más de cien días seguidos mientras bucea en el agua fría del Atlántico, en Sudáfrica. Lo primero que pensé es si –como con los libros de Castaneda– no me encontraba ante un falso documental. ¿Cómo sabe que siempre es el mismo pulpo al que ve? ¿Cómo puede filmar durante tanto tiempo secuencias casi de Tarkovsky sin ahogarse? Pero, como sucede con los libros del antropólogo psicodélico, la verdad no importa. Lo que importa es lo que se narra. Lo que le enseña el pulpo al hombre en esta fábula anfibia. El pulpo –vemos– es muy inteligente. Puede mimetizarce o cubrirse con caracoles y algas para que nadie lo vea. Tiene estrategias, tanto para cazar como para no ser cazado. Si le comen un tentáculo, éste se regenera. El pulpo es como un superhéroe. Y después de mucho tiempo, se acerca al buzo y lo acaricia con sus ventosas.
El hombre dice que volvió a nadar en esas aguas de su infancia para salvarse de la angustia. La resilencia, el arte del pulpo, lo ayudan a recuperarse. Hay un libro hermoso, El filósofo y el lobo, de Mark Rowlands, que habla de lo mismo. Sobre el final del documental, el pulpo abraza al hombre, como si se despidiera, y se prepara para dar a luz. Y cuando procrea, muere. Y es devorado por los peces carroñeros. Mis dos amigos.