La otra tarde, a la cancha de Boca acudió una banda militar en pleno. ¿A qué? A insuflar en la multitud presente los ímpetus del fervor patriótico. Sonaron un par de marchas castrenses, de esas que se emplean en los campos de batalla para dar a los combatientes el ánimo que pueda hacerles falta para resolverse a matar o para resolverse a morir. Y en el medio, nuestra máxima canción, el Himno Nacional Argentino.
La introducción del Himno se coreó en masa, según el uso y la costumbre que las tribunas de fútbol aportaron últimamente al protocolo de los rituales patrios. La parte que tiene letra se cantó con menos enjundia que la parte que no la tiene, lo que no deja de ser paradójico. Y promediando la composición de López y Blas Parera, desacatando los ademanes que el recio director lanzaba no sólo a los musicantes sino al estadio entero, o bien simplemente distrayéndose de la línea melódica y la sucesión neoclásica de versos, otro cántico irrumpió y prevaleció: “¡Y ya lo ve, y ya lo ve, el que no salta es un inglés!”. El Himno siguió, pero por debajo, y después resurgió y finalizó, entre aplausos y otras euforias.
¿De qué se trató todo esto? ¿De un intento de fortificar un modelo de lo nacional-popular, el preferido por la historia argentina, en términos que podrían revisarse desde las ideas de Antonio Gramsci? Y el cantar esa otra cosa en pleno Himno, ¿qué fue? ¿Un intento de imponer, en el nacionalismo, un sesgo de tenor antiimperialista, de unificarse en un lugar de contrapoder y no en una integración falaz sin conflictos ni antinomias de clase? ¿Y qué implica que todo esto se generara en torno del fútbol, esa pasión que nos fue legada tan luego por los ingleses?
Quedaron estos interrogantes flotando en el aire. Luego un gol de Benedetto los evaporó, como queriendo dar la razón a los que opinan que el fútbol no ayuda nunca a pensar, que existe más bien para impedirlo.