Crisis, crisis, crisis. Hace tiempo que no existe otra palabra en los diarios europeos. Y con razón: la economía inglesa se hunde en el período más oscuro de su historia, con la libra devaluada casi hasta alcanzar la paridad con el euro; Islandia, hasta hace poco el quinto país en términos de PBI en el mundo, quebró de un día para otro como si fuera un almacén, y hubo que convocar a elecciones de urgencia antes de que la población decida pasar a cuchillo a los miembros del gobierno; España, alumno dilecto de la burbuja de la construcción, duplica las tasas de desempleo de la Comunidad Europea, con un 14 por ciento y contando. La espiral de paranoia y desconfianza –en la que todo funciona al revés de lo que ordenaban los dogmas liberales de las últimas décadas: los Estados elaboran paquetes para salvar sistemas financieros y los bancos reciben dinero de a billones, pero no lo prestan– impactó en todos los sectores de la economía, aunque sus epicentros fueron los servicios, la construcción y la industria automotriz. Se acabó el sueño mundial de la plata fácil (esta vez sí: los argentinos lo supimos antes), y se vienen años duros. Para todos. O casi todos.
Porque hay consumos que, a pesar de la crisis, logran mantenerse estables. En el caso de los coches de alta gama y de las viviendas de lujo la explicación de su impermeabilidad es lógica: a la pequeña porción de la sociedad que acapara la renta la zozobra no la alcanza con la misma intensidad que al resto de la población. Se trata de un tipo de consumo guiado por la calidad y la exclusividad, no por la cantidad, por lo que casi siempre la demanda es superior a la oferta. Pero en el medio de todo eso hay un tercer sector que, de manera inesperada, creció (al menos en España) entre el 3 y el 5 por ciento durante las últimas fiestas: la industria editorial.
¿Cómo se entiende que, frente a la baja generalizada del consumo, la gente compre más libros? Editores, distribuidores, escritores, agentes y críticos suelen explicarlo apelando a un término clave: el libro como “valor refugio”. Cuando la sociedad comienza a restringir sus gastos por el impacto de la crisis –viajes, salidas al cine, comidas en restaurantes, ropa–, la demanda de libros crece, básicamente porque se trata de un bien barato, que entretiene, no pasa de moda, puede prestarse, canjearse o volverse a leer. Lo mismo pensaron algunas empresas. Si antes organizaban grandes fiestas de fin de año donde regalaban computadoras y coches, esta vez fueron a lo seguro y optaron por los libros: un objeto que aún lleva asociado un valor intangible que lo convierte en el fetiche cultural por excelencia. Nadie en su sano juicio se quejaría en voz alta de recibir un regalo así, ya sea por convicción o por conservar las apariencias.
Todo esto permite que las perspectivas para la industria en 2009 sean favorables. Ni siquiera la tecnología ha podido aún con los libros, a diferencia de los estragos que causó en el negocio de la música y está generando en los balances de los medios periodísticos impresos. Aunque en 2008 Amazon.com haya vendido 250 mil dispositivos electrónicos de lectura, el consenso es que ambos soportes (el papel y la virtualidad) podrán convivir sin problemas al menos durante un buen tiempo. Y hay incluso quienes, arrobados por el optimismo, aseguran que el soporte inventado por los chinos y desarrollado por un alemán de apellido Gutenberg hace unos seis siglos sigue demostrando ser un objeto imperfectible. Como la rueda, o el tenedor.
*Desde Barcelona.