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El retorno del aislacionismo

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Aunque pocas voces lo hayan diagnosticado aún, 2013 ha mostrado un giro inesperado y significativo en la trama de la política internacional. Sucede que, si bien los enredos son los mismos (la crisis económica mundial y la crisis política en el mundo árabe), el sempiterno protagonista, los Estados Unidos, ha mudado radicalmente su estrategia en el Medio Oriente. Dos episodios dan cuenta de este cambio: la no-intervención en Siria y el reciente acuerdo nuclear con Irán.

Durante el último siglo, los Estados Unidos siempre han representado al menos un quinto de la producción económica y el gasto militar mundial (del que actualmente representan la mitad). Ostentando esa posición, es natural que sus acciones y omisiones hayan determinado las grandes dinámicas de la política internacional. Tras la Gran Guerra, la decisión aislacionista de la elite norteamericana provocó una crisis económica de escala global y una segunda guerra, aún más grande. Por entonces, los aliados golpearon insistentemente a la puertas de Washington para intervenir. Acabada la conflagración, Washington tomó conciencia de su trágico papel en el sistema internacional, el cual cumplieron a través de la contención, la détente y la abierta confrontación al comunismo.

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Más tarde, en un mundo unipolar, la Guerra del Golfo marcó el comienzo de la primacía norteamericana, siempre expansiva, aunque escrupulosa, y con su foco en el Medio Oriente. También se intervino en Somalia, Haití, Bosnia y Kosovo, así como se bombardeó Afganistán, Libia y Sudán, so pretexto de proteger los derechos humanos de otros pueblos. Pero hacia el final de la década, los daños colaterales de la estrategia humanitaria –el debilitamiento de las soberanías y la acentuación de nuevas amenazas como el terrorismo– provocaron la típica reacción norteamericana: el aislacionismo (¡y su adalid fue Bush!), hasta que el mundo golpeó en la puerta dos veces el 11-S, y Washington volvió a embestir.

Las intervenciones en Afganistán e Irak ya no pretendían proteger a la humanidad, sino capturar terroristas. A diferencia de lo sucedido la década anterior, se fortaleció a muchos gobiernos frente a sus poblaciones. La paz se impuso por la fuerza en Chechenia y el Xinchiang, pero el terrorismo transnacional dejó de ser una prioridad, porque Rusia y China (entre otras potencias emergentes) se fortalecían a costa del siempre estéril esfuerzo norteamericano. El acto reflejo fue de nuevo el repliegue (y su paladín fue Obama), pero el contagio de la crisis financiera y la primavera árabe volvieron a tocar el timbre de la Casa Blanca. En contra del espíritu de su campaña y de toda expectativa, el flamante premio Nobel de la Paz intervino en Libia, hasta que la muerte de cuatro diplomáticos en Bengasi puso entre signos de interrogación su reelección y la política exterior de su segundo mandato.

En 2013 la crisis en Siria volvió con la fuerza de un histórico desastre humanitario en el medio del Medio Oriente. Los últimos veinticinco años de historia enseñaban que frente a una provocación tal, la reacción de Washington sería ofensiva. El uso de armas químicas contra la población civil hubiera sido justificativo suficiente, al menos para bombardear, pero se prefirió aceptar una solución propuesta por Moscú. Aquello fue pisar violentamente el freno de una política exterior de décadas en la región. Llegar a un acuerdo nuclear con los ayatolás es poner marcha atrás. El cambio es histórico. Dado que Washington y Teherán han pugnado por 34 años una guerra fría sin pactos ni treguas, este acuerdo se ha comparado con el fin del equilibrio bipolar.

Así como Nixon debió pactar con China para salir de Vietnam, hoy Obama pacta con Irán para salir de Afganistán y de Irak. Sin embargo, mientras la reacción de los Estados Unidos es una vez más la del “espléndido aislamiento”, quienes siguieron la historia con atención se preguntarán quién y cómo llamará a la puerta esta vez.

*Profesor Asistente en la UCA. Máster en Estudios Internacionales de la UTDT.