Las iniciativas para fiscalizar el funcionamiento de las instituciones merecen especial reconocimiento. Sin embargo, algunas pueden tener efectos no deseados en la información que suministran al ciudadano. Recientemente apareció un informe sobre la cantidad de proyectos presentados por diputado y su asistencia (o no) a sesiones. Ello promueve dos malentendidos. Primero, reduce la actividad del Congreso a la tarea legislativa, y terminamos creyendo que el Legislativo es una máquina de “hacer leyes” y “sacar leyes”, independientemente de su contenido y sus consecuencias (sociales, políticas, económicas, jurídicas e institucionales), cuando esta institución tiene otras funciones tan fundamentales como la representación y el control. El Poder Legislativo es el contralor por excelencia de los demás poderes del Estado, mediante el procedimiento legislativo, el control presupuestario, el control sobre el nombramiento de altos cargos, la creación de comisiones de investigación, la solicitud de pedidos de informes e interpelaciones a distintos funcionarios del Poder Ejecutivo y, como medida extrema, el inicio de juicio político contra el presidente, vicepresidente, jefe de Gabinete, ministros y jueces de la Corte Suprema de Justicia.
Sobre la representación, deberíamos reflexionar aún más: ¿la representación del pueblo, de sus intereses, es cumplida en la votación de cada representante? Preguntemos de otra manera, ¿el legislador vota según los intereses que representa de quienes lo eligieron, los del Poder Ejecutivo, los del gobernador, los de líder partidario, los propios?
En segundo lugar, el análisis de la cantidad de proyectos presentados por cada representante no es indicador suficiente del trabajo legislativo, no da cuenta de que la verdadera “cocina” del Congreso se encuentra en las comisiones y que en el momento de bajar al recinto y llevar adelante la sesión ya está casi todo “cocinado”. Las tareas y funciones de las comisiones muestran el verdadero trabajo del legislador en particular y del Congreso en general. Las comisiones tienen un gran uso político: es donde se facilita o se traba el tratamiento de un proyecto de ley, como se dice comúnmente: “se encajona”. Es donde tienen lugar los verdaderos debates parlamentarios, no los que muestra la televisión. Es el territorio de la negociación política. Ahí encontramos la política real, no la mediática. Es en la labor cotidiana de las comisiones donde deberíamos buscar información que hoy nos falta para ganar en transparencia. Según el Indice Latinoamericano de Transparencia Legislativa, el promedio en la región es del 40%, en la Argentina es del 36%.
Diputados cuenta con 45 comisiones permanentes y 24 especiales (incluidas las bicamerales). En promedio, cada diputado participa en cuatro o cinco, algunos hasta en nueve, con temas tan amplios como industria, transporte, legislación penal o seguimiento de normas tributarias y previsionales. Esto opera a favor de la falta de especialización.
Aún más importante, la presentación de proyectos es un indicador de baja calidad democrática, más que de fortaleza de nuestras instituciones. La progresión de nuevas leyes, la corrección, modificación, cambio de la legislación existente de manera permanente son muestra de otro fenómeno: la inflación legislativa. Esta tiene efectos desgraciados, la volatilidad normativa conspira contra la política de largo plazo. Desde el año 2001 hasta el 2012, se habían sancionado aproximadamente 1.440 leyes. El promedio es una ley cada tres días. Es redundante decir que la mutación periódica de las reglas de juego contribuye a la inseguridad jurídica.
Finalmente, ocurre que la cantidad de proyectos opera en desmedro del debate, de la discusión de ideas. Muchos proyectos, poco tiempo, poco debate. Aquí radica el verdadero desafío.
*Doctora en Ciencias Políticas (UCA).