Me habré convertido en columnista? Quiero decir: desde hace cierto tiempo me dedico a leer con sumo
placer a columnistas, cronistas, articulistas, y otros representantes de los antiguamente llamados
géneros menores. Es curioso para mí, que siempre fui lector de novelas, ensayos, cuentos o poesía.
La crónica casi siempre me pareció un género demasiado impresionista: alguien viaja, ve lo que pasa
y cuenta sus impresiones (por lo general, las de una señora gorda). Y lo mismo me ocurría con las
columnas. Me producía rechazo esa obsesión de los columnistas por ser agradables, amenos,
cuidadosos con el lenguaje y siempre tan inteligentes... Pero –quizá debido a la dedicación
dominical a este oficio desde hace ya algunos años– lo cierto es que la columna, el ensayo
breve, la nota corta, la digresión sucinta y la frase perecedera se me han vuelto géneros cuya
lectura me provoca mucho entusiasmo. Hay algo en la levedad de esa ambición, en la pretensión
acotada, en la expectativa encogida de esos textos que me es bien cercana, y en los que me
reconozco sin demasiado esfuerzo.
De hecho, pocas lecturas tan encantadoras como las de Julio Camba, español de la primera
mitad del siglo XX. Personaje de cierta liviandad política (durante la Guerra Civil esperaba
acceder a un alto cargo en el gobierno republicano; como no se lo dieron, se cambió de bando) es
sin embargo –o quizás por eso– un perfecto representante de la tradición de la ironía
decadentista, antimoderna. En los años 40 y 50, la célebre colección Austral fue compilando en
formato libro sus crónicas, columnas, viñetas. Son magníficas las descripciones de ciudades (en
libros como Londres, o La ciudad automática) en las que las modernas costumbres urbanas son pasadas
por un colador de risa impiadosa. U otros como Sobre casi nada, en el que se ensaña con temas como
la pereza (“indudablemente la pereza es un vicio mucho más caro que el de los
langostinos”). México y Chile han dado grandes columnistas. Salvador Novo, en el DF, escribió
una crónica diaria durante cincuenta años; y en Chile hay al menos dos inolvidables columnistas.
Uno es Jenaro Prieto, autor de grandes novelas como El socio. Entre 1915 y 1946 Prieto escribió
regularmente artículos en El Diario Ilustrado sobre las costumbres chilenas, país al que llamaba
Tontilandia. El otro –casi contemporáneo de Prieto e igualmente antisolemne, culto e
inteligente– es Joaquín Edwards Bello, también excelente novelista; uno de esos autores que
están siempre al borde del olvido y a la vez siempre al borde del rescate.
Hace un tiempo, un grupo de amigos argentinos (compuesto por poetas diletantes) me habló de
Roberto Merino, actual columnista de la Revista de Libros de El Mercurio, de Chile. En sus
artículos, que leo por Internet, Merino oscila, con gran destreza, entre la crónica urbana y el
análisis literario. De hecho, ahora acabo de leer Luces de reconocimiento. Ensayos sobre escritores
chilenos, publicado por las Ediciones de la Universidad Diego Portales, en el que da otra muestra
de su talento. El libro compila unas cincuenta columnas y notas breves sobre autores tan diversos
como Gabriela Mistral, Adolfo Couve, Rodrigo Lira, Bruno Vidal y por supuesto el propio Edwards
Bello. Los artículos son una pequeña proeza de erudición y brevedad, de golpes de efecto y rigor
intelectual. Merino escribe allí una breve pieza sobre Violeta Quevedo (una de mis escritoras
chilenas favoritas, que entre los años 1935 y 1964 escribió una serie de libros que de tan naifs se
vuelven vanguardistas; de tan ingenuos, perversos) en la que describe magistralmente el asombro
absoluto de la escritora, en un viaje a Nueva York, al ver por primera vez un semáforo. Es que
quizás el arte de un buen columnista resida en eso: en volver asombroso un simple objeto trivial.