La televisión argentina es un problema grave que por lo general he decidido ignorar, desde las cínicas imbecilidades conducidas por el Sr. Tinelli hasta los programas periodísticos donde un panel grita opiniones sobre cualquier asunto que mida en términos de audiencia: fondos buitre, diabetes, crossfit letal, bou-doudeces (“A la tontería nada logra vencerla, ningún corte la detiene, se revela sorda a todo significante que desata. No eterna, pero sempiterna, opone a todo lo que podría dispersarla la terca frente del que no oye”, ha señalado Jean- Claude Milner).
Hemos constatado esa sordera televisiva a lo largo de los años y la TV pública no ha hecho nada para desmontarla. Por eso conviene detenerse en la edición local de MasterChef, que concluyó el domingo pasado con un éxito arrollador. El concurso, una invención de la BBC (el servicio de televisión pública británica, que sigue siendo un ejemplo inimitable, sobre todo entre nosotros), lleva varias décadas de emisión en su país y fue replicado en todo el mundo. Telefe compró la franquicia y reprodujo el modelo (mediado por la versión estadounidense) al milímetro.
Entre los mayores méritos de la versión argentina de MasterChef: el jurado, las acotadas intervenciones del conductor (en la versión original ese rol no existe), el casting de participantes, la impecable producción (el montaje de la Gran Final, sin embargo, fue algo espasmódico), el tema: la cocina, la infancia y la herencia, las razas y las clases sociales. Ganó Elba Rodríguez (23), y cualquier otra opción hubiera provocado disturbios (el antipático abogado que competía con ella no tenía chance alguna). En la final, Elba se desclasificó hasta casi la abjuración: renunció a su herencia y a la reificación de su talento culinario en lo “boliviano”, propuso un menú de comedor escolar y ganó imponiendo su gusto plebeyo. MasterChef demostró que la inteligencia y la producción cuidada rinden.