No siempre el que calla otorga. El ex general Videla, por ejemplo, callaba, pero no otorgaba. Calló durante veinticinco años, pero ahora ha vuelto a hablar; y ha vuelto a hablar para decir eso mismo que dejaba dicho justo hace veinticinco años: que no otorga ni va a otorgar. ¡Con lo bien que le sentaba el silencio! Si la premisa de que “el silencio es salud” presidió en aquella época el surgimiento de la represión y las matanzas, qué mejor para el dictador que acatar esa misma consigna. Pero no es ésa la verdadera razón de su silencio, sino esta otra: calla porque no tiene nada nuevo que decir. Lo que tiene que decir ya lo dijo y su oficio no lo dispone a repetir dos veces la misma cosa. Por eso, dijo lo mismo que dijera: que ganó una guerra interna, que salvó a la Argentina de la subversión, que no se lo agradecen como esperaba. Y es verdad que hubo una guerra (guerra en serio, guerra de matar y morir), toda vez que hubo insurgencia armada y combate contra esa insurgencia; es verdad que hubo subversión, es decir una voluntad significativa de cambiar radicalmente el estado de cosas en el país; y es verdad que muchos de los que se beneficiaron con la conservación de ese mismo estado de cosas no muestran su gratitud abiertamente, avergonzados tal vez, de que para lograrlo haya habido que emplear la tortura, el secuestro, la violación, el robo de niños, el robo de bienes, la detención clandestina, la ejecución de indefensos.
Videla calla porque siente que callando se inmola: es la prueba de su abnegación, el precio de su santidad, su mayor deber de cristiano, la clave de su sacrificio. El otro día habló un poquito en Córdoba, pero ahora se va a volver a callar.