Una chica mata a su novio en Gualeguaychú, usando el arma de su padre policía, tras un vínculo violento y tormentoso. Ladrones en una moto robada atropellan a un chico de 5 años y huyen dejándolo en agonía. Un muchacho de 25 años es asesinado por defender la moto que querían robarle. En Corrientes una chica de 15 años aparece violada y asesinada en el cuarto de una pensión y a su lado está su bebé de meses. Estos son los crímenes que se conocen, que llegan a los medios. Detrás de ellos hay decenas de asesinos y asesinados anónimos, sin prensa y, hábito nacional, sin justicia (a menos que sea por mano propia, como también ocurre). Basta con andar, conversar, escuchar para enterarse de crímenes desconocidos e impunes. Como sostenía Enrique Sdrech, maestro de la crónica policial, el crimen perfecto existe y abunda, solo nos enteramos de los imperfectos.
A la información fugaz y sensacionalista (sin mayor indagación, sin encuadre, sin reflexión, rebosante de morbo) le siguen, por unos minutos o unas horas, el asombro, el espanto, la indignación. Y, a veces, la promesa oficial e hipócrita de que se está trabajando para que esto no vuelva a pasar y de que no quedará impune. Y a otra cosa.
¿Vivimos de veras en una sociedad pacífica, amiguera, familiera, de gente que repudia la violencia? Desde que se instaló esa categoría llamada grieta, cuesta creerlo. Pero hablar de la grieta es solo la última moda. La inclinación por la violencia, la sangre, la eliminación del otro, la intolerancia al adversario, la negación del diálogo como herramienta de convivencia, parece ser congénita en la sociedad argentina. Está en los orígenes, plagados de fusilamientos, descuartizamientos, decapitaciones, persecuciones, anatemas, fanatismo. En El matadero, relato que funda la literatura argentina, Esteban Echeverría (1805-1851) da cuenta, con un estilo poderoso y estremecedor, del modo en que una patota federal se ensaña con un unitario hasta matarlo, con el aval de un juez, en un ritual cruento justificado solo por la diferencia de ideas o visiones. En un pasaje que describe escenas urbanas se lee: “Por un lado dos muchachos se adiestraban en el manejo del cuchillo tirándose horrendos tajos y reveses; por otro cuatro adolescentes ventilaban a cuchilladas el derecho a una tripa gorda y un mondongo que habían robado a un carnicero (…) Simulacro en pequeño era este del modo bárbaro con que se ventilan en nuestro país las cuestiones y los derechos individuales y sociales. En fin, la escena que se presentaba en el matadero era para vista, no para escrita”.
Que levante la mano quien nunca dijo o escuchó expresiones como “lo mataría”, “lo hubiera matado”, “me mató”, “era para matarlo”, “fue mortal”, “te voy a matar” (dicho a un hijo, un amigo, una mascota, un rival, etc.), “vení que te mato”, “matalo”. Los goleadores reciben el mote de Matador, y ese es el título de una canción que se canta bajo la ducha, se baila, se usa en publicidad, en los estadios y así por el estilo. Se habla de morir con las botas puestas, como si vivir con las botas puestas fuera de flojo, de cobarde. Se emprenden diferentes cosas (proyectos, finales deportivas, campañas políticas) “a matar o morir”. Y para enfatizar un juramento se subraya “Que me muera si no es así” (o que muera mi hijo, mi mujer, mi madre, mi padre, o alguien).
No hay palabras inocuas ni inertes. Las palabras denuncian, testimonian, desnudan realidades y, además, las crean. Los pensamientos se hacen palabras, las palabras se hacen acciones, las acciones hábitos y los hábitos carácter. Lo dijo Ghandi hace tiempo y nada lo ha desmentido. Al contrario. Nuestro lenguaje está lleno de muerte y, lejos de ser ajeno a la realidad, la retrata. Antes de horrorizarnos por el próximo crimen que nos traigan las pantallas y titulares, pensemos en cómo hablamos, en qué dice eso de cómo vivimos y, si no hemos llegado a ejecutar homicidios reales (porque afortunadamente en muchos el superyo aún actúa), reconozcamos sinceramente cuántos asesinatos simbólicos cometemos o hemos cometido. Después, hablamos.
*Periodista y escritor.