A penas caminó unos pasos hasta la puerta que se abría al patio; en la medianoche el cielo estaba tan claro como un atardecer de verano. En agosto, en Yelabuga, aún perduraban las noches blancas. Fueron sólo cuatro pasos porque la habitación diminuta no daba para más. Subió a una silla, colocó la soga alrededor de su cuello, y con el pie la volcó. No necesitaba una soga fuerte, su cuerpo era pequeño y los últimos meses de hambre la convirtieron en una frágil muñeca.
A Marina Tsvetáieva la encontraron un día de agosto de 1941, colgada junto a la ropa de los vecinos, como un trapo más para secar al sol. Ya era hora de morir. Su marido, Serguei Efron, llevaba dos años en la cárcel y estaba condenado al fusilamiento; a su hija Ariadna todavía le faltaban trece años para cumplir los quince que pasó confinada en campos de concentración soviéticos. Afortunadamente, Marina, al terminar con su vida, no llegó a enterarse de que su hijo, Gueorgui Efron, movilizado por el Ejército Rojo, moriría en combate a la edad de 19 años.
¿Acaso fue todo tan rápido? Relativamente. Entre 1939 y 1944 murieron todos los miembros de la familia, salvo Ariadna, que sobrevivió. Es cierto que hubo una muerte adelantada, Irina, hija de Marina y de Serguei, que murió de inanición en 1920 durante la hambruna posterior a la Revolución.
Una hija muerta de hambre, un marido que iba a ser fusilado, una hija en un campo de concentración, ¿qué más se necesita para renunciar a la vida? Las autoridades soviéticas se habían burlado de ella desde que León Trotsky les recomendó a ella y a su amiga, la poeta Anna Ajmátova, que fueran a un ginecólogo porque desde el triunfo de los soviets “la literatura ajena a la Revolución era asunto concluido”. Marginada, prohibidos sus libros porque eran “de señoras”, vilipendiada, vivió el exilio en París y en Praga sufriendo la miseria más humillante.
“Si la Revolución está autorizada a destruir puentes y monumentos artísticos, se comprende que no vacilará en poner su mano sobre cualquier tendencia artística que […] amenace llevar elementos de descomposición al ambiente revolucionario. Nuestro criterio es decididamente político, dominador e intolerante”, había dicho Trotsky, sin imaginar que pronto caería víctima de la misma intolerancia que imponía.
Marina respondió con una pregunta: “¿Cómo va la escritura en el nuevo mundo?”. Era una ironía lúgubre: en 1922 había sido fusilado su amigo Nicolai Gumiliev, también poeta, ex esposo de Ajmátova y padre de Lev, un muchacho capturado y mantenido como rehén por la KGB para que su madre no escribiera poemas que amenazaran descomponer el ambiente revolucionario. “Por este camino, voy directo al agujero”, anticipó Marina.
En el Primer Congreso de Escritores Soviéticos, el 17 de agosto de 1934, Máximo Gorki aconsejó que la dirección literaria debía ser “estrictamente purgada de todas las influencias burguesas”. Casi las mismas palabras de Trotsky, ya purgado con el exilio, preludio de su asesinato en Coyoacán.
En ese momento, Osip Mandelshtam también “purgaba” una condena en Siberia. Faltaban todavía cuatro años para que su vida acabara en el gulag.
Marina decide morir y lo dice: “Que no se escuche un grito/ Que no se pronuncie palabra/ Que no haya un solo adiós”.
La brillante generación de poetas, intelectuales y dramaturgos rusos nacidos en las últimas décadas del siglo XIX sucumbió luego de la Revolución de 1917. Algunos eligieron el suicidio, otros fueron fusilados o se congelaron durante años en la estepa siberiana.
Lo más conmovedor, aquello paradójico de la historia humana, es que de la gigantesca revolución que sacudió al planeta no ha perdurado absolutamente nada. Todo se disolvió y es apenas un mal sueño que padecen los nostálgicos. En cambio, los sacrificados escritores, víctimas de esa pesadilla, hoy siguen recordados, traducidos, admiradas sus obras en todas las lenguas. Pequeñas criaturas aplastadas por el peso de la formidable aventura revolucionaria soviética, son veneradas. Curiosas son la historia y la memoria.
*Escritor y periodista.