Después de varios días en extasis perceptivo (dado que la lluvia, con toda su redoblar de tambores y sus temblores líquidos, nos sume, sin embargo, en la grisura de los mundos interiores) ponemos Rush (2013) a correr en la pantalla. Sin ganas porque, aunque soy un piloto expertísimo y cultivo la velocidad, nunca me gustaron las carreras de coches (de chico, prefería el tren Märklin a la pista Scalextric).
Al principio, los excesos sexuales de James Hunt me dejan indiferente (el actor, además, no me gusta tanto como su hermano), y Daniel Brühl me parece simpático pero no llega a borrar de mi memoria el nítido recuerdo de la cara de Niki Lauda (antes y después del accidente).
Pero de pronto, mi corazón se acelera y me río. ¿De dónde podría venirme aquella alegría tan fuerte? Diez veces tengo que volver a preguntármelo sin dar con la clave… Hasta que, de pronto, el recuerdo surge a partir del peinado de la actriz que representa a la esposa de Hunt, con una distinción para mí inseparable de la belleza. Mientras la película sigue su curso inevitable hacia el desastre murmuro “Mimicha”. Me acuerdo del nombre de la mujer de Reutemann, de Jackie Stewart, de Jody Scheckter ganando en 1977 en el autódromo, ante mis ojos atónitos, y de la cara de felicidad de mi papá, que amaba las carreras y que me había llevado a ver una, por lo menos una.
Y entonces, además de la risa, que no me abandona, una gota se atormenta en mi lagrimal y empieza a rodar por mi mejilla porque veo a mi papá, que había cumplido años tres días antes de la carrera, vivo, joven, hermoso y feliz (como casi nunca puedo recordarlo) y a mí a su lado, viviendo los peores años de mi vida, mis estudios de Economía, la noche negra de la Dictadura, la desaparición de mi primo Fernando, una tristeza de la que no puedo olvidarme, porque viví (hasta 1980) sin esperanza. Todo eso, y más, me viene de una imagen inesperada.