Un troll es un operador de discurso al que no se le puede adjudicar carácter, personalidad, que no sostiene ideas ni del que pueda deducirse una identidad. De allí que su anonimia le sea constitutiva: ¿qué importancia tiene el nombre si lo que el troll excreta es apenas el suplemento de una operación mecánica de busca más o menos refinada?
Mucho se discute sobre la virulencia de los comentarios en las versiones digitales de los diarios: el troll es, en efecto, una especie violenta y antropófaga. Para evitar ser víctima de la carnicería discursiva que propician (el azar, como tantas otras veces, me regaló esta enseñanza), basta evitar las palabras y frases que el trollerío pone en sus buscadores por indicación de sus patrones (el troll es un empleado, nunca bien pago y a veces ad honorem, de los poderes del mundo).
Hace un par de semanas, cometí la torpeza de escribir en esta columna la frase “abuelas que envenenan...”. El impacto fue instantáneo: el trollerío K se abalanzó sobre mi columna con sed de sangre para descubrir, con cierta estupefacción, que mi columna no se refería a las Abuelas de Plaza de Mayo (ni mucho menos: tengo un primo hermano desaparecido). Pero como el recorrido ya había sido hecho (y había que completar alguna planilla digital, seguramente), el trollerío K de todos modos se expidió: no se entiende nada, ¡no sé qué decir! ¡¡por qué publican esto!! ¡¡¿¿Estás tomando pastillas??!!
Es el barroco, queridos trolls, que vuelve siempre con sus volutas espiraladas y sus amaneramientos de corte y sus chiaroscuri y sus insinuaciones. Y para entender esa superviviencia, basta con consultar cualquier historia de la censura en Occidente.
Como se sabe, la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos almacenará la base de datos de Twitter que, puesta a disposición de cualquier investigador, podría convertirse en un archivo “de todo lo que creemos saber sobre el mundo y de nuestra relación con él”. Además de un poco paranoica, la hipótesis es ingenua: es como si hiciera falta leer los enunciados de millones de emisores para darse cuenta de que el lugar de enunciación es siempre el mismo y uno solo: el odio y el terror.