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despedidas

El último misterio

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| Cedoc

No tengo palabras inteligentes (nunca las tuve) para la muerte; tampoco quiero escribir un epitafio. Nos habíamos olvidado de que Rosario Bléfari estaba enferma: era imposible juntar esa idea con su actitud siempre vital, serena, curiosa. Cuenta la fábula que salió del hospital –apenas estabilizada para volver a casa– y dijo: “Bueno, voy a conocer el último misterio”.

Nos vimos muy poco; la última vez fue a través de tu hija, Nina. Yo estaba dando un curso y ella fue alumna. Hablamos de eso, hablamos porque sí, y es evidente que ambas están fraguadas de la misma luz. Esta primera semana sin vos, Rosario, comprobé que todos los que alguna vez te conocieron mencionan al menos un episodio luminoso de sus vidas que te incluye. Fuiste inspiración para una época de confusiones; la artista total, siempre ocupada en el proceso de un libro, de una canción, de una película, de una obra y nunca guiada por el resultado, como si el producto fuera prescindible pero la búsqueda, no. Las fotos de tu mesa de trabajo, en casa de tu padre, en Santa Rosa, arman un mapa que esconde las instrucciones al tesoro. Lo mismo que tu Diario del dinero: una observación sistemática y existencial de cómo es la vida en este planeta, contada en pesos y en detalles que otro no vería. El sorteo de un lechón en la carnicería de los paraguayos en la calle Venezuela es, en tu mirada, el aleph al filo de la revelación, la luz cegadora que no llega a ocurrir pero que ciega igual. 

Siempre estabas allí, siempre algo angelical. Dulces sueños, Rosario; no hay forma de que tus sueños no sean dulces.