Son abundantes y crecientes las listas de militares o civiles cómplices involucrados y en curso de ser juzgados por violación a los derechos humanos. Algunos deben sobrellevar varios juicios; la condena que reciben es dura: muchos saben que morirán en la cárcel. ¿Pero quién sería capaz de negar, si no lo ciega la hipocresía, que esos hombres reciben lo que se merecen? El espejo siniestro que les devuelve inmisericorde la imagen de su crueldad, de su desprecio por la vida, de su imaginada omnipotencia. Es justicia: algunos están muy viejos, pero no tanto para ignorar que, pese al paso del tiempo, sus crímenes no habían sido olvidados. Y no hay venganza, no hay tortura, no hay vejaciones, no hay hijos o nietos arrebatados. Quienes hoy condenan tienen principios que salvaguardar, cualquiera sea el grado de responsabilidad de los acusados: el derecho a la vida, a la alimentación, a la lectura, a una muerte sin violencia. Esos juicios, aún tardíos, siguen siendo necesarios. Que el Gobierno actual haya abierto las puertas a esa justicia postergada es un hecho loable.
Menos loables, sin embargo, son algunas declaraciones de ese mismo Gobierno sobre el tema: hemos asistido con sorpresa a la inauguración simbólica del Museo de la Memoria y escuchado por boca del entonces presidente Néstor Kirchner, que su gobierno iniciaba con ese acto la lucha por los derechos humanos en Argentina. Es cierto que las leyes de Punto Final y de Obediencia Debida fueron anuladas bajo su gestión. Pero el propio doctor Alfonsín, que había propiciado su sanción dieciséis años antes, aprobó esa medida. Por aquellos lejanos años, la defensa de los derechos humanos por parte de Néstor Kirchner brilló por su ausencia. Comenzaron los juicios en cantidad. Hay quienes argumentan que, aún sin los aprietes que debió sufrir Alfonsín, Kirchner apoyó de todos modos los enjuiciamientos. Argumento mal planteado: más vale preguntarse qué habría ocurrido si –después de la abolición de las leyes– no lo hubiera hecho.
Pero dejando de lado este punto, cabe preguntarse si, pasados más de treinta años de las masacres de la dictadura, es ésta, la actual, la mejor política que un gobierno democrático y pretendidamente progresista debe plantear sobre la cuestión de los derechos humanos. Mi respuesta es decididamente negativa –y no sólo porque el kirchnerismo ha usado políticamente dicha cuestión en su propio beneficio, hasta el punto de banalizarla con metáforas de pésimo gusto como aquella de Cristina sobre el “secuestro de los goles”–. Hoy en día, ya es tiempo, creo, de darle paso al análisis de lo que dio lugar a esos años siniestros. Eso no implica dejar de lado la denuncia de los crímenes de la dictadura, denuncia que desde 1978-79 ocupó todo el espacio de la cuestión “derechos humanos”. Pero si la denuncia es fundada, y debió tener primacía en los primeros tiempos, ha llegado, creemos, el difícil momento de tratar de explicar por qué pasó lo que pasó. Ello exige tanta valentía como la que requirió juzgar a los militares y condenarlos en 1985. Valentía de buscar la verdad, toda la verdad. La verdad sobre una situación y unos actores individuales y colectivos que incidieron también en ese desenlace atroz. Reconstruir el contexto, dirimir responsabilidades y ampliar su espectro, incluyendo a todos los que, por acción u omisión, coadyuvaron en ese drama sangriento. Por supuesto, no se trata de rescatar en modo alguno la falaz y cómoda teoría de los dos demonios. La etapa de la denuncia tuvo la virtud innegable de mostrarnos que el terrorismo de Estado fue el máximo responsable de esa etapa de muerte, tortura y crueldad que nos tocó vivir. Pero, salvo honrosas excepciones, nadie planteó siquiera los elementos básicos de la historia que culminó en la entronización del Terror. Esa es la difícil tarea que este Gobierno se rehúsa a impulsar porque, además de que conlleva riesgos, pone en peligro lo que considera principal: su capital político.
*Profesor titular de la UBA e investigador del Conicet.