Hace unas semanas, en un pleno del Congreso, Íñigo Errejón, diputado y líder de Más País, uno de los partidos de la oposición, reclamó al Gobierno un plan de salud mental. Puso sobre la mesa dos cuestiones. Una de ellas, terminal para intervenir en la cuestión de manera urgente: en España se registran diez suicidios diarios y el dato se queda en la mera estadística. En la misma línea, la demoscópica, indicó que el Centro de Investigaciones Sociológicas señala que seis de cada diez españoles tienen síntomas de depresión y ansiedad, y que siete de cada diez jóvenes se encuentran totalmente desesperanzados. La segunda cuestión, apelando al nivel de conciencia del problema, se preguntó por qué la totalidad de los presentes en el Hemiciclo conocen bien el nombre de todos los medicamentos relacionados con la ansiedad y la depresión y no los que se emplean contra otro tipo de enfermedades.
La primera respuesta, sin dejarle acabar la intervención, llegó con un grito por parte de un diputado conservador: “¡Vete al médico!”. La otra, posterior, la asumió el presidente del Gobierno para anunciar una revisión de la estrategia nacional de salud mental para potenciar la atención de las personas que necesiten cuidados en este terreno. El diputado conservador, horas después y obligado por la dirección de su partido, pidió disculpas. El presidente del Gobierno, simplemente, se olvidó de su anuncio.
Hace unos años, un programa vespertino de la cadena SER, en la franja de máxima audiencia, emitía una sección semanal con los integrantes de Radio Nikosia. Los nikosianos forman un colectivo de alrededor de 25 personas, diagnosticadas con distintos trastornos mentales, que emiten un programa en una radio independiente. Similar al modelo de La Colifata, este grupo intenta normalizar su estado más allá del reclamo de políticas efectivas para atender su condición y el principal escollo: la negación y el vacío social como consecuencia de la misma. Aquel espacio de la SER fue el único, a nivel nacional, que los medios otorgaron en un país que lidera el consumo de benzodiacepinas en el mundo y que ocupa el décimo lugar en el de antidepresivos. Pero el problema de la salud mental no es un tema que afecte solo a España.
En Francia, según un estudio que ha hecho Le Monde antes de la pandemia, las enfermedades psiquiátricas afectan al 20% de la población. El coste de las enfermedades mentales para la sociedad francesa se ha estimado en más de 110 mil millones de euros al año. Pero el sistema es ineficaz y el mayor problema lo representan los jóvenes, a quienes se diagnostica de manera tardía, con lo cual se acumulan el sufrimiento, el estigma, los trastornos somáticos sin atención, la pérdida del empleo y, mucho peor aún, una gran dificultad para acceder a los servicios sociales.
El informe de Le Monde es lapidario: “Una parte entera de nuestra juventud desaparece silenciosamente de una sociedad que se cree atenta a los más vulnerables”. Serotonina, la última novela de Michel Houellebeck, cuenta la historia de un funcionario estatal que se pasa a la actividad privada y, finalmente, a la deriva cuando opta –sin dejar de consumir un antidepresivo de última generación, liberador eficaz de serontina– por desaparecer. La novela, como todas las suyas, encabezó la lista de las más vendidas durante meses en Francia. También, una vez más, generó todo tipo de controversias y fue acusada de misógina, nihilismo y una larga lista de objeciones. Pero, curiosamente, ninguno de los comentarios se centró en el principal problema del protagonista: una depresión severa. Al igual que el diputado conservador, la sociedad parece decirle al autor: “¡Vete al médico!”. Ni siquiera al psiquiatra.
En un tiempo sembrado de una multiplicidad de minorías emergentes que reivindican su lugar en el mundo, se excluye a un colectivo que no es menor, y se lo invisibiliza.
No existe el otro para los afectados. No lo ven. Están en el vacío.
Cúrame del vacío, escribió Alejandra Pizarnik.
*Escritor y periodista.
Producción: Silvina Márquez.