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El verdadero fin de los libros

Hay un libro de Gary Shteyngart que se llama Una super triste historia de amor verdadero. Shteyngart es un escritor estadounidense de origen ruso bastante estimado y traducido en todo el mundo. En ese libro imagina un futuro muy próximo en lo que a libro se refiere.

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Hay un libro de Gary Shteyngart que se llama Una super triste historia de amor verdadero. Shteyngart es un escritor estadounidense de origen ruso bastante estimado y traducido en todo el mundo. En ese libro imagina un futuro muy próximo en lo que a libro se refiere. Las pocas veces que habla de ellos los llama “topes de puerta”. Sin sarcasmo alguno, simplemente se refiere a ellos así porque en eso se convirtieron.

Revisando papeles viejos encuentro una columna impresa que Jack Shafer escribió para Slate en 2010, más o menos la misma fecha en que aprareció la novela de Shteyngart, acerca de su relación con los libros. Shafer se define como “ex bibliófilo” debido, dice él, a cierta pérdida de  glamour y eficacia  por parte del mundo editorial. Las consideraciones de Shafer son interesantes y oportunas a pesar de los ocho años pasados –o precisamente por los ocho años pasados–. Lo que Shafer anticipaba está pasando ahora cerca nuestro, con nosotros. Y no me refiero tanto a la cuestión del fin del papel y el paso al formato digital, sino al concepto mismo de libro, que está sufriendo una transformación, un ocaso.

Para Shafer, la principal razón de la pérdida de atractivo y de importancia del libro es que en un tiempo el libro era la certificación de la inmortalidad del propio trabajo y del propio pensamiento, una referencia a la que los lectores volverían cada vez que estuvieran en busca de la información que contiene, y hoy eso ya no pasa. El lugar inmortal y perenne, el depósito de información se volvió la web, y la publicación de un libro perdió gran parte del aura de consagración que tenía en un tiempo.

Hay dos tendencias principales que hoy vuelven marginal al libro: una es la que menciona Shafer de la web como depósito de información, y la otra es la reducción de las elaboraciones y los análisis, factor y consecuencia de la reducción de nuestro umbral de atención y concentración en un mismo tema.

La familiaridad con el uso de los e-books no incentivó la familiaridad con la lectura de libros, a pesar de ser más accesibles, más baratos y más transportables; más bien reproduce los mecanismos de la lectura rápida, del multitasking típico de nuestra relación con la tecnología. En todo caso, la familiaridad con los libros digitales induce a una mayor indiferencia para con ellos –sé perfectamente qué libros tengo en la biblioteca, pero desconozco qué libros tengo en el Kindle–. El contenedor que en una época nos parecía imprescindible ahora nos resulta inútil.

No solo nos estamos emancipando de los libros, sino también del hábito de sacralizar y respetar el papel. Hay cierta pérdida de autoridad, autoridad que ni siquiera pasó a los libros digitales. Ya nadie dice “lo leí en un libro”. Por suerte la belleza estática de algunos libros los sigue protegiendo, pero no creo que pase mucho tiempo para que en vez de llamarlos “topes de puerta” los llamemos “adornos” y los exhibamos no en bibliotecas, sino en vitrinas, como en los museos. Lo que hoy a muchos les parece imposible –erradicar el libro de nuestra existencia– efectivamente es imposible. Lo que va a pasar es otra cosa: los libros, poco a poco, van a dejar de formar parte de nuestra existencia. Lo que va a volver obsoleto al libro no será la falta de lectura, sino el exceso de lectura. Los libros van a ser sustituidos por la lectura.