El dólar no le importa a nadie. Por eso, el Gobierno te prohíbe comprarlo. Salvo que vayas a Brasil a ver al Papa. El brócoli es impopular, sobre todo entre los niños. Por eso, el Estado procederá a encargarse de su distribución, permitiendo que lo consuman solamente personas de identidad peronista. Se me dirá que ambas medidas no son equivalentes, y es verdad. La diferencia es que el Gobierno aún no implementó la segunda.
No me alcanza el diario entero para enumerar la sucesión de atrocidades que confluyeron en los impúdicos festejos del poder, resuelto a celebrar en público la destrucción final no ya de la República o la democracia, sino de la sociedad argentina en su conjunto. Una sociedad que no nos protege del crimen no sirve para nada. Y una que instaura el crimen como modo ejemplar de conducta no sé cómo se llama, pero es otra cosa: no es una comunidad, no es un pueblo, tal vez sea una cultura o una nación, y en ese caso sólo queda esperar que desaparezca algún día y sea reemplazada por algo mejor. No es imposible. Pasó otras veces.
En febrero de 1984, la Universidad de Toulouse concedió a Václav Havel un doctorado honorario. Havel no pudo ir porque la AFIP no lo dejaba comprar dólares, pero envió al mejor representante posible, su ex compatriota Tom Stoppard. Una exageración –algo así como mandar a Superman a hacer los mandados– y también una provocación saludable, porque Stoppard ya no era checoslovaco, ni lo volvería a ser. Cinco años después, Havel sería el último presidente de Checoslovaquia y, más tarde, el primer presidente de la República Checa.
En el discurso de aceptación que no pudo dar en Toulouse –pero que se publicó después en forma de libro– Havel menciona las preguntas que solían hacerle en su condición de disidente: ¿Realmente creen poder cambiar algo siendo tan pocos y sin la más mínima influencia institucional? ¿Están en contra del socialismo o sólo quieren mejorarlo? ¿Prefieren el capitalismo? Ya en 1984 Havel se rebelaba contra el carácter decimonónico de estas preguntas, oponiéndoles otra más moderna: ¿No deberíamos, por cualquier medio, intentar devolver la política al mundo real, rehabilitando la experiencia personal de los seres humanos como medida inicial de las cosas, privilegiando lo moral sobre lo político y la responsabilidad por sobre el deseo, devolviéndole el sentido a la palabra, reconstituyendo como foco de toda acción social el bienestar de los individuos, entendidos como seres autónomos y libres?
De particular interés para nosotros es la visión de Havel acerca del verdulero que, entre las cebollas y las zanahorias, pone un cartel que dice “Proletarios del mundo, ¡uníos!”. Lo pone porque esas son las cosas que hay que hacer si querés que te vaya bien. Lo que dice el cartel, en realidad, es: “Yo, el verdulero X, vivo acá y sé lo que tengo que hacer. Me comporto de la manera esperada. Tengo miedo y soy obediente, y por lo tanto tengo derecho a que me dejen en paz.” Si lo obligaran a poner eso, razona Havel, tal vez no lo habría hecho, encontrando el límite de su propia dignidad. Para resolver este problema, la declaración toma la forma de una convicción desinteresada que nada tiene que ver con su vida. Ayuda al verdulero a esconder las razones profundas de su obediencia, mientras esconde también los motivos del poder. Los esconde detrás de algo supuestamente elevado. Ese algo, dice Havel, es la ideología.
Con la notable excepción de Carlos Pagni, sólo tuvimos verduleros esta semana, en la política y en los medios. Hubo más verduleros que otros, pero todos enarbolaron distintos cartelitos –como los que, en una moda patética, pegan a veces los legisladores en sus bancas– con inscripciones que sostienen la peor mentira posible: que cada uno puede seguir haciendo su vida como si lo que sucede fuera normal. El motivo de todos ellos es, también, el del verdulero: la conveniencia a corto plazo, aniquilando el futuro.
*Escritor y cineasta.