La invitación gubernamental a debatir la posible baja de la edad de imputabilidad de los menores de los 16 a los 14 años expresa mucho más de lo que surge a primera vista.
Obviamente habla del Gobierno, que vuelve a fallar en el timing de un tema difícil de resolver. Lo lanza justo en un año electoral, cuando cualquier intento de acuerdo de políticas de Estado choca con intereses y especulaciones contrapuestos. Pero además lo hace acaso no desde un convencimiento doctrinario (o sí, pero trata de disimularlo), sino desde una necesidad política lindante con la demagogia populista que esta administración tanto dice rechazar.
Ahí está el núcleo de la propuesta oficial. Desde hace unos tres lustros, todas las encuestas realizadas en centros urbanos de la Argentina señalan la seguridad como la preocupación ciudadana número uno. Ninguno de los tres poderes del Estado (Ejecutivo, Legislativo y Judicial) dio respuestas lúcidas a esa problemática, que no es privativa de estas latitudes sino un fenómeno global, sobre todo en aquellas geografías donde reinan oprobiosas inequidades sociales.
Las reacciones estatales ante la demanda social por más seguridad adquirieron en estos años el ritmo de un péndulo. La inacción, la mano dura o el garantismo fueron diferentes caras de la misma moneda. Los resultados están a la vista.
El Gobierno trata de tomar la iniciativa en este tema sensible, tal vez con la idea de que tiene mucho más para ganar que para perder, políticamente hablando, claro. Y además genera tempestades en el ancho mar opositor, donde tampoco hay lógicas coherentes, como ya lo demostró el tándem Massa-Stolbizer.
La dinámica oficialista no parece tener en cuenta ciertos datos de la realidad, más allá de la demanda social (alimentada muchas veces por una cultura mediática irresponsable). Por caso, obvia cómo ha fracasado en otros países la baja de la edad de imputabilidad. O cómo podría tener éxito aquí con sistemas policiales, penitenciarios y de reinserción de corruptos a inexistentes. Ni hablar de contención educativa.
Pero como ya le ha pasado con otros temas, tal vez las críticas de ciertos actores de peso lleven al Gobierno a dar marcha atrás y cajonear el proyecto que presenta como una discusión. Espacios como Unicef o la Iglesia (esto es, el Papa) ya mostraron su oposición a un planteo típicamente del subdesarrollo no sólo económico: soluciones fáciles para problemas complejos. Por eso nunca se resuelve.