Linda noche. Azulunada. Estoy en la terraza con una palangana llena de agua hirviendo. Me asomo. Nadie. Ni un inglés. Ni un puto virus. El agua se entibia. Dejo la palangana en el suelo. Me siento. Las piernas colgando en el vacío. Pelo papel, tabaco, armo. Enciendo. Doy una bocanada. Canturreo. En cuarentena/ mi vida no consumo/ flotando el humo/ me suelo adormecer.
Resuenan cascos sobre el asfalto. Al trote, marcial, montado en un alazán castaño, ¿le hicieron reflejos en las crines?, un jinete se recorta en la niebla que difumina la esquina del Coto. Sable curvo. Botas altas. Falucho negro. Relumbra la hilera de botones dorados en el uniforme ceñido. Le sigue una columna de sesenta granaderos. Los penachos de los morriones púrpuras suben y bajan a la vez. El Padre de la Patria levanta el brazo derecho. La tropa se detiene.
“¿Habéis visto realistas pasar por aquí?”, grita desde abajo. Pobre viejo, pienso. Si le digo la verdad, que solo somos personajes de ficción en una película que no termina nunca, capaz que se toma el palo para siempre. Ni hablar si se entera de que encima le ajustaron la jubilación. Ordena retirada. Chau, si te he visto no me acuerdo. ¿Y entonces? ¿Quién hace la historia? Nos quedamos sin padre, sin independencia, sin Chile, Perú, sin Copa América, sin nada.
Suba don José, le pido. Ya bastante la peleó. Fúmese un fasito. Acepta. Ordena descanso. Los granaderos descabalgan. De los morrales sacan salamines, queso, aceitunas, petacas. Se van a ranchar al parque Lezama. Está flaco García, el sargento que perseguía al Zorro, observo. Es el fantasma de Cabral, aclara el viejo. Me salvó la vida. Le clavaron una bayoneta y se desinfló. Murió contento.
Fue verso eso, don José, nadie muere contento. Me mira, pita, calla. Al rato, como si regresara a paso de mula desde la cordillera, tira: “La conciencia es el mejor juez que tiene un hombre de bien”. Eh, seee, ni hablar, digo, para que sepa que escucho, pero eso era antes. Ahora todo se compra y se vende. La conciencia propia, la del juez, la que haga falta.
Esos son los realistas de hoy, don José. Los que realmente se la llevan. Usted los andaría persiguiendo sin tregua ni piedad. Me lo imagino, al galope tendido, tratando de ensartar al marrano de José López que corre alrededor del convento con los bolsos y la ametralladora. La brochette que se haría con Boudou, Moyano, Insfrán, Alperovich y tantos otros.
Si supiera las cosas que han hecho y hacen esos canallas en nombre del pueblo, la patria, los trabajadores. “Que hablen nomás, mi sable nunca saldrá de la vaina por opiniones políticas”, dice. Me emociona. Tengo ganas de abrazarlo. Ojalá fueran solo opiniones, don José, le digo. Un debate honesto de ideas, sin chicanas, entre gente decente. Acusaciones, reclamos, controles, denuncias si hay pruebas, una puteadita si hace falta, si cabe, en la calentura de la discusión. Hasta ahí. Democracia al fin, ni más ni menos.
Esto de hoy es otra cosa, don José. Apenas un simulacro para encubrir hipócritas y miserables. Se aprovechan del poder que les concede la ilusión de quien no tiene otra cosa que esperanza. Aprietan, extorsionan, expropian, coimean. Facturan pobres y trabajadores como si fueran mercadería. Viven del Estado, de la guita pública. Puro y simple choreo.
“Si somos libres, todo nos sobra”, se ufana. Baje del caballo, le digo, molesto. Hace veinte. treinta, setenta años que también se llevan la que sobra, viejo. Perdón por lo de viejo. Pasa que me hace acordar al mío y al de millones que también hicieron patria. Honestos, laburantes, gente de palabra. ¿Será que antes venían mejor los viejos?
Me asusté al escucharme. ¿Es siempre la misma? No es posible. No da. Que nunca cambie nada en el día a día de los años, puede ser, pero que hasta la duermevela se repita igual noche a noche, no da. Esperé, callado, tenso. De pronto, el viejo, párpados a media asta, ojos mirando nada, cara de Borges, murmuró: “Hace más ruido un hombre gritando que cien mil callados”.
Entonces, grité, grité, grité, grité, amanecí gritando.
*Periodista.