Cuando Michelle Bachelet tomó el mando en Chile, centenares de mujeres lucieron vistosas bandas presidenciales de cotillón: era la primera presidenta en la historia del país andino. Atrás habían quedado muchas conjeturas: ¿sería capaz la Concertación de Partidos por la Democracia de hacer una oferta política nacida de su médula, sin resignarse a la alternancia democrática? Un país como Chile, conservador en lo cultural y –en principio– tradicionalista, ¿no sería reticente no sólo respecto de la elección de una mujer, sino de una mujer de izquierda cuya situación familiar no se compadecía con el ideal auspiciado por la Iglesia Católica?
Con el lema de campaña “Estoy contigo”, Verónica Michelle Bachelet asumió la Presidencia de la República el 11 de marzo de 2006. El chileno Arturo Valenzuela, actual subsecretario de Asuntos Hemisféricos de la administración Obama, predijo en agosto de 2005 que Bachelet iba a lograr las simpatías de gran parte del electorado marginal y joven que se manifestaba disconforme con la Concertación. Acertó. Algunos comunicadores sociales, para quienes no hay mucha diferencia entre la política y una prueba olímpica de 100 metros llanos, vitorearon el nacimiento del “fenómeno Bachelet”.
Entre sus preocupaciones figuraban la exclusión social; la conciliación de las actividades laborales con las familiares; la mayor presencia de mujeres en espacios de toma de decisiones (en su gabinete denominó este criterio como “paridad flexible”). Reafirmaba asimismo la necesidad de hacer alianzas para avanzar. La Concertación tenía continuidad con renovación y los votantes chilenos a alguien que los representaba en sus aspiraciones cotidianas.
Pasado un año de gobierno, y del cuarto período de la Concertación (la coalición política que lleva más años de gobierno en el mundo), muchos progresistas chilenos se preguntaban dónde estaba el progresismo. En la primera mitad de 2007, Héctor Testa Ferreira escribía que los enormes intereses económicos enclavados en las Administradoras de Fondos de Pensión (AFP) –centro financiero de las elites empresariales que ponían bajo su control enormes cantidades de capital extraídas en condiciones muy favorables de la masa salarial de trabajadores chilenos con bajas retribuciones– entraban en contradicción con el lema programático de “no sólo más, sino que mejores empleos”, entre otros compromisos de campaña. A esa altura del año, Bachelet ya había vivido la crisis educacional, acompañada por la explosiva politización e inédita movilización de estudiantes secundarios que contraponían al eslogan proselitista “Estoy contigo”, los gritos callejeros: “¿Con quién estás?”.
Paralelamente, desde febrero del mismo año, se puso en marcha un nuevo sistema de transporte combinado de la capital chilena: el “TransSantiago”. Los errores en la materialización de lo que debía ser un moderno sistema de transporte causaron tal malestar en la población, que la popularidad de la presidenta cayó 16,6 puntos. No funcionaba el nuevo sistema ni el tradicional. Seis millones de personas tardaban 4 horas para ir a sus trabajos; por la sofocación o el pánico provocado por el tumulto de los subterráneos colapsados, cuatro de ellas murieron de ataques cardíacos.
La economía chilena, con precios récord del cobre, con el nivel más alto de reservas de su historia, triplicó sus exportaciones en tres años. Sin embargo, el ánimo económico de los chilenos era otro, lo que trajo como consecuencia una caída de un punto y medio (5,6% a 4%) en el crecimiento de la economía. La oposición encontró por dónde atacar y la coalición de gobierno se dividió; Bachelet alunizó en un gélido 39% de aprobación y un 41% de rechazo. Los periodistas que deportivizan la política, acuñaron la “catástrofe Bachelet”.
Así, Chile atravesaba una de las peores crisis políticas de su historia reciente. Crisis de autoridad, pero asimismo en el sistema político en el que la autoridad se apoya. La Concertación no es un simple conjunto de partidos; se trata de una opción política basada en el consenso, núcleo de la transición democrática desde el fin del régimen militar en 1990. Ese acuerdo no era sólo interno, entre la Democracia Cristiana (DC) y el Partido Socialista (PS), sino igualmente con las Fuerzas Armadas. Cuando Augusto Pinochet murió el 10 de diciembre de 2006, dejó de existir con él la transición iniciada en 1989. Así, la Concertación, en su doble dimensión de coalición de partidos opositores y de transición con el régimen militar, conformó un acuerdo del que quedó excluida por definición gran parte de la juventud de Chile, nacida a la vida cívica luego de 1989.
Culta y valerosa, la presidenta habrá rezado los versos de Cavafis: “Sabrás que la Fortuna te abandona, que la esperanza / cae, que toda una vida de deseos / se deshace en humo”. Bajo el peso marmóreo de una grave crisis, Bachelet volvió a asumir: barajó de nuevo y cambió buena parte de su gabinete por segunda vez en 12 meses, postergando pilares básicos de su administración, como la paridad de género.
Cuando la realidad poliédrica parece no tener retorno, cuando el poder está frente a frente con la posibilidad de su dilución, pueden aparecer virtudes hasta ese momento desempleadas. Hoy, Bachelet tiene un apoyo histórico del 74%, según la empresa Adimark: “querible”, “respetable”, “creíble”, “piloto de tormentas” son algunos de los atributos que se le asocian.
En septiembre de 2008, cuando sólo contaba con un 42% de aprobación, su imagen positiva comenzó a acrecentarse a partir de las medidas adoptadas ante la crisis económica internacional, según la misma Adimark. Es que la popularidad de un gobierno no se ve afectada por el mero hecho de que existan dificultades, sino por la errónea elección de las medidas destinadas a hacerles frente. En definitiva, “gobernar es acertar”.
A pesar de haber cursado gestión gubernamental en el Ministerio de Salud y en el de Defensa, Bachelet no había visitado las aulas de la inexistente Facultad que otorga el título habilitante para desempeñarse como Presidente de la República, ni se había sumergido en el fango del descontento popular. Sin embargo, aprendió de sí misma y se reinventó. Informada y con sentido del humor, tal vez canturree la canción de María Elena Walsh: “Tantas veces me mataron, tantas veces me morí, sin embargo estoy aquí, resucitando”. Los comentaristas políticos enamorados del éxito se exaltan: “Nos gobierna la Virgen María”.