La consigna en esta elección legislativa parece ser: “Vote a sus representantes sin preocuparse por saber quiénes son. Nosotros le vamos a decir quiénes los avalan”. Algún parecido con una publicidad de jabón para el cutis, con algún aviso donde George Clooney promueve algún producto, es pura coincidencia.
Esto fastidia mucho a gran parte de los comentaristas políticos y a una parte del público informado –que es minoría–. No es tan claro que moleste en la misma medida a la gran masa de los ciudadanos, especialmente a los se encuentran de la mitad para abajo de la escala de ingresos. ¿Por qué a estos no les molesta tanto? Veo dos razones. La primera es que esos ciudadanos siguen menos atentamente la información política, están menos expuestos a ella y demuestran menos interés en enterarse. A muchos de ellos la expresión “candidaturas testimoniales” no les dice nada.
La segunda razón es que desde hace bastante tiempo no saben a quién votan como representantes. La palabra “testimonial” no estaba antes en su léxico, al menos para hablar de estas cosas, pero su voto viene siendo testimonial desde hace unos años. Cuando se pregunta en las encuestas políticas a quién votó el encuestado años atrás en elecciones legislativas, una respuesta frecuente es “no sé” o “no recuerdo”. Si se preguntase “¿a usted quién lo representa?”, no hay duda de que la respuesta esperable es “nadie”; votó para dar un testimonio, no para elegir a su representación. Votar a un gobernador o a un intendente que ha dejado saber que no tiene intención de asumir la banca, o votar a Nacha Guevara mientras se va de vacaciones a la Polinesia, no es muy distinto de votar a muchos dirigentes –ya sean hoy oficialistas u opositores– que no asumieron sus bancas, o lo hicieron para abandonarlas al poco tiempo, o se cambiaron de distrito con la misma versatilidad con que en estos años pueden hacerlo Néstor o Cristina Kirchner.
No habría que dramatizar demasiado el abandono de banca para ejercer funciones legislativas, aunque indudablemente el problema no es menor. Pero hay algo más dramático: los argentinos no saben a quién votan porque, cuando entran al cuarto oscuro, decidir el voto y convertirlo en un hecho material –esto es, buscar la boleta que tienen en la mente, encontrarla en medio de decenas de tiras de papel, cortar la tira si es que tienen intención de hacerlo y se animan, e introducirla en un sobre– es una tarea que supera a muchos seres humanos. Muchos se quejan hoy de las candidaturas testimoniales, pero la mayoría de la población se queja desde hace mucho tiempo de las boletas sábana y de la lista cerrada. La boleta sábana es una aberración porque introduce una dificultad material a quien desea cortar el voto. La lista completa es percibida como aberrante porque los ciudadanos sienten y saben –y es cierto– que quienes van a entrar al Congreso por su voto no necesariamente serán los que encabezan las listas –quienes eventualmente pueden ser conocidos–, sino los que van debajo, a quienes casi nadie o nadie conoce, a quienes nadie eligió ni elegiría jamás, y que luego votarán leyes por “disciplina partidaria”, obsecuencia al Ejecutivo u oportunismo, y no por algún sentido de la representación de sus votantes.
No hay sistemas electorales perfectos. La discusión académica es frondosa y no está cerrada. Pero hay sistemas electorales que tienen legitimidad social y sistemas que dejan de tenerla. El sistema de la lista completa en la Argentina ha perdido legitimidad hace tiempo, pero la dirigencia política no ha querido encarar un cambio. En la Argentina, el ciudadano está reclamando que su representante lo represente territorialmente, que se sienta responsable y tributario de sus votantes y que los tome en cuenta cuando legisla. No le importa demasiado si el cabeza de lista es un funcionario en funciones, un artista, una vedette o un político; le importa mucho más que, quien sea que fuere, no lo representa. Cuando había partidos políticos nutridos de masa ciudadana, aun este sistema imperfecto de la lista completa funcionaba algo mejor porque los partidos ejercían una función representativa –por lo menos para una parte relevante de la población–. Hoy, sin partidos, nadie representa a nadie. Un sistema electoral que devuelva al ciudadano la posibilidad de una representación territorial más genuina es imprescindible.
*Sociólogo.