Cuando no puedo escribir ni puedo poner en orden mi mente, recuerdo una actividad que realicé en las épocas en que trabajaba de periodista. Me enviaron para hacer la crónica de una “práctica zen” en un monasterio improvisado en un departamento elegante de Palermo. Era una jornada completa. Los meditantes debíamos permanecer arrodillados, en silencio y con la vista fija en algún punto impreciso o más bien inexistente de la pared blanca. Ese estar quieto era un tormento de por sí, al que se sumaba el dolor creciente de las rodillas y la tensión de la espalda, que el maestro aliviaba golpeándola con una palmeta. Nada que pudiera resultar terrorífico, nada comparable a los relatos legendarios del zen, en los cuales el sensei nipón está autorizado a golpear al alumno hasta el desmayo o la muerte, siempre desde la perspectiva última de beneficiarlo con el sacudón lógico que precede a la iluminación. En este caso, las horas se me pasaban entre el fluir anárquico de los pensamientos y los recuerdos y el deseo cada vez más poderoso de levantarme y salir corriendo de ese loquero. Pero antes de que ocurriera, el maestro interrumpió esa parte de la sesión y repartió entre los practicantes una serie de tareas. Algunos debían barrer, otros cocinar, otros ordenar el espacio (no de manera cosmológica sino práctica, corriendo muebles de lugar). A mí el maestro –cuyo nombre no recuerdo– me mandó limpiar una mesa ratona de tamaño mediano. Con cierto desdén imaginé que después de pasarle un repasador quedaría rápidamente liberado para irme a mi casa y escribir la nota. Pero el maestro me dijo: “Tenés una hora para hacer eso y ninguna otra cosa”, y me dio un pedacito de algodón apenas mayor que el que nos aplica la enfermera sobre el brazo luego de extraernos sangre. Lo miré, miré el algodón, y me puse a limpiar. Puedo ahorrarle al lector la descripción objetivista de la mesa ratona, mi mano, el algodón, la tierra, la combinación de todos esos elementos unidos por el paso del tiempo. Simplemente, me entregué a mi propio ritmo al trabajo de desplazamiento y repetición, y al cabo de la hora asignada, cuando el maestro me dijo “suficiente”, yo estaba tirado en el piso, pasando con entusiasmo ese algodoncito roñoso por la parte baja de la mesa, y mi mente se había depurado de todo asunto que no fuera la continuidad de un recorrido.
De algún modo, escribir se parece a eso, solo que el material a limpiar no está dispuesto de antemano y no tiene, que yo sepa, superficie, sino dimensiones imaginarias que van rotando mientras uno, es decir, eso que escribe en uno, se desplaza sobre ellas, examinándolas, combinándolas, dándoles usos distintos de los previstos, ya mejores, ya peores, o simplemente dejándolas de lado por desinterés o falta de capacidad. La forma es la gran aventura de esa disposición en la que escribir es dar curso imaginario a la ficción de una autobiografía que solo surge convertida en asunto a narrar, ya sea literalmente una historia, un hilo, un problema.
Ordenar una biblioteca reúne los requisitos de la limpieza del objeto y la clarificación de la mente, y también es un momento de autobiografía íntima, donde se juegan nuestros gustos del pasado y el presente; las traiciones y los abandonos de los libros que ayer amamos y ya no soportamos (y el dolor de que esto ocurra, la constatación de lo efímeras que son nuestras pasiones); de los libros que uno quisiera abrir pero cuya lectura inevitablemente posterga; de la consideración perpleja acerca de los motivos por los que una vez compramos algún título imposible. Pero sobre todo, en esas noches de insomnio en los cuales esperamos la madrugada contemplando la biblioteca, lo que no deja de pasar por nuestra mente confusa por el desvelo es la certeza de que, aun queriéndolo, la biblioteca es una acumulación y un caos que testimonia que fuimos cambiando y que para leer lo que falta y releer lo que leímos necesitaríamos más años de vida que los que nos quedan. Paradójicamente, ordenar la biblioteca nos permite también elegir aquellos libros que llevaremos a la mesa de luz para suspender el tiempo en la inmortalidad de una lectura.