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Si fuera verdad lo que se dice, que de los papelones no se vuelve, Carlos Menem no habría ganado la reelección del ’95, como ganó, ni habría salido primero en la primera vuelta de la elección de 2003, como salió. Porque nadie practicó el papelón tanto y tan bien como él, y no pareció hacerle mella en el curso de su carrera política.

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Si fuera verdad lo que se dice, que de los papelones no se vuelve, Carlos Menem no habría ganado la reelección del ’95, como ganó, ni habría salido primero en la primera vuelta de la elección de 2003, como salió. Porque nadie practicó el papelón tanto y tan bien como él, y no pareció hacerle mella en el curso de su carrera política. Se puede pensar entonces que entre nosotros, los argentinos, del papelón sí se vuelve. O se puede pensar también, mejor aún, o peor todavía, que no hace falta volver en realidad: que hay mucha gente que al papelón lo aprecia, que lo toma como prueba de total autenticidad, que vota al papelonero de buen grado y a conciencia. Por lo tanto parece más que probable que el cúmulo de papelones que se han venido sucediendo a lo largo de esta campaña electoral no resulte determinante en los comicios que se llevarán a cabo en el día de mañana. Sobre todo si acontecieron en el ámbito sacro de la televisión, vale decir en el corazón de la sociedad del espectáculo, que no advierte pecado alguno en el ridículo cabal, sino tan sólo en el tedio y en lo lento, en la parsimonia y en lo adusto.
Se recordará que hace algún tiempo se desarrolló una especie de guerra mediática entre la ficción y los realities. De un lado tomaron posición los actores (“¡Viva la ficción! ¡Queremos actuar!”) y del otro la mostración en tiempo real de las vidas más comunes de las personas más silvestres, ofrecidas como hechos en bruto a los ojos del espectador (“la vida misma”). Esas dos líneas, entonces antagónicas, parecen haberse conjugado ahora en una nueva configuración televisiva de la política: es reality y es ficción a la vez, es mentira y es verdad al mismo tiempo. Porque primero hubo imitadores, caricaturas de políticos en pantalla. Pero luego acudieron con solicitud no pocos de esos políticos y comparecieron ante sus copias. No lo hicieron, sin embargo, para verificar qué tanto esas copias se parecían a ellos, sino para ver si eran capaces ellos de parecerse a las copias. La relación de imitador e imitado se invertía así decisivamente. Había que copiar a la copia, conquistar su semejanza. No fueron pues los candidatos a decir falsedades en la televisión, como se temía y se denunciaba en otro tiempo; fueron a encarnar la falsedad, a darle cuerpo, fueron a llevarla a cabo, a ejecutarla lo mejor posible.


Cada cual sabrá mañana dónde encuentra su verdad, si es que la tiene, y dónde irá a parar su voto, si es que vota. Ya decía Walter Benjamin, allá por 1936, que así como el actor no se desempeña igual en el teatro y en el cine, tampoco el político actúa igual ante el Parlamento y ante las cámaras. La metáfora de la actuación acabaría volviéndose por fin literal, y la invención de la televisión vendría a darle a Benjamin más razón que la que desde un primer momento ya tenía.
El obispo de la ciudad de La Plata, monseñor Héctor Aguer, nos ofreció en este sentido una esperanza al comenzar esta semana, aunque él mismo se mostrara espantado, al denunciar que miles de niños en la provincia de Buenos Aires estaban siendo formados en la tradición neomarxista de la célebre Escuela de Frankfurt. Ese futuro, ingrato para él, vaticinó hace días el obispo: una legión de teóricos críticos poblando nuestras llanuras a más tardar en diez años. Apenas un día más tarde, sin embargo, y a primera hora, sus dichos fueron categóricamente desmentidos por las máximas autoridades competentes en la materia.

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