“—¿Quién eres?
—Soy la muerte.
—¿Vienes por mí?
—Hace ya tiempo que camino a tu lado.
—Lo sabía...
—¿Estás listo?
—Mi cuerpo está listo. No yo.”
Diálogo de Antonius Block (Max von Sydow) y la Muerte en “El Séptimo Sello” (1957), dirigida por Ingmar Bergman (1918-2007).
Uno fue, obcecado, físicamente torpe, arrebatador, a chocar de frente contra la inevitable muerte. El otro, que nació deslizando la redonda con maestría sobre el piso de tierra duro y desparejo de la marginalidad, la esquivó más de una vez, humillándola, dejándola con las ganas como cuando zigzagueaba frente a ejércitos de defensores sedientos de quite y golpes.
El mundo, para ambos, está partido en dos. Nosotros y ellos. Los de este lado y los de enfrente. Los colores amados y la odiada divisa del rival. Uno por herencia movimientista; el otro, por el diseño del juego y sus límites: nosotros pateamos para allá, ellos para acá. Dicotómicos, provocadores, excesivos, argentinos hasta la médula, provocan adhesión o rechazo, jamás indiferencia. Tanto el que se fue como el que aún pervive, dividen las aguas, hacen la historia. Nos cuentan, contándose.
Se vieron hace más o menos un mes. La foto recorrió las primeras planas. El más alto, nariz ganchuda, ojo desviado, el pelo lacio cayendo sobre la frente, hacía caritas simpáticas mientras el gordito retacón lo miraba desde abajo, algo cohibido, con los brazos cruzados, todavía con la herida de su fracaso mundialista a cuestas. Los dos, inmortales por definición, por destino, por liderazgo impuesto y porque sí, iban en busca del apoyo del otro, pensando en lo que podía venir.
No pudo ser.
Con pocas horas de diferencia, fueron el centro de los rituales más opuestos de la vida. El miércoles 27 por la mañana el corazón de Néstor Kirchner, el eje alrededor del cual giraba la vida política argentina, dejó de latir. Fue velado con pompa y una multitud sufriente. Allí también estuvo Diego Maradona, de pie junto al féretro y a su viuda estoica, la Presidenta. Apenas un par de días más tarde, ese mismo hombre angustiado llegaba –para sorpresa de quienes a esa altura lo imaginaban muerto, acabado o rendido para siempre– a su cumpleaños número 50. ¡Medio siglo de Maradona! Quién diría.
Extraño paralelismo final de dos tipos tan diferentes. Uno, crecido bajo el paraguas de la militancia política, construyó su liderazgo con enorme esfuerzo. El otro, rompió moldes gracias a su deslumbrante genialidad. Improvisó. Compuso la música más maravillosa con su único instrumento, la pelota. La pelota, para Maradona, es la guitarra de Zappa, la trompeta de Miles Davis, el piano de Glenn Gould, el cello de Rostropovich, la voz de Pavarotti. Jamás necesitó de la retórica, la organización o las promesas para seducir a las masas. Su magia surgía así como así… y ya.
Así quedó, pobre, sumergido en la nada, cuando ya no pudo tocar sus solos de balón en las canchas. El Maradona último, forzado director técnico, fue una desgracia. Un abuso del pensamiento mágico. Un negocio cruel que lo dejó expuesto, indefenso, en ridículo. No es fácil ser Toscanini, Stravinski o Von Karayan, muchachos. Ni siquiera Perón.
¿Podrá Maradona sobrevivir a ése, su último Waterloo? Claro que sí. Pero como personaje irresistible, no como entrenador irresoluto, absurdamente místico, incapaz de transmitir un talento intransferible: el suyo. Maradona no puede –jamás pudo– ponerse en el lugar del otro. Es lógico que así sea. Se lo impide la impiadosa entronización a la que el mundo entero lo ha condenado. Señores: la adicción popular por Maradona siempre fue más fuerte, perversa y enferma que su propia dependencia de la cocaína. Suena fuerte, lo sé, pero es lo que pienso.
Maradona no es líder. Es una deidad, una suerte de Rey Sol a la criolla. No dirige, reina. A su paso crea súbditos, cortesanos, fieles; jamás discípulos. No existe una “escuela Maradona”, más allá de su pintoresquismo. Su molde está roto. Empieza y termina con él.
¿Y Kirchner? Sin gracia, estética, dicción, pinta ni dotes de buen orador, el desgarbado Néstor de los años 70 las tenía todas en contra. Igual se las ingenió para conquistar a la chica más linda y brillante de su grupo de la Universidad de La Plata y, de a poco, fue consiguiendo su lugar. Sin las luces que siempre apuntaron hacia Maradona, logró ser, a su modo, un elegido. Ganó su ciudad, su provincia y, finalmente, el país todo. Aprovechó el momento histórico y, contra todo pronóstico inicial, dejó marcada a fuego su época, algo que muy pocos consiguen en la vida. Y dejó sembrado muchísimo más que vientos.
Los dos se casaron con su novia de juventud, pero sólo uno la hizo de verdad su pareja. Claudia Villafañe, hoy empresaria, maneja a la distancia el pasado glorioso de su ex marido y lo instala en el presente. La alquimia de Cristina es, desde hace rato, muy diferente: convierte esa pasión compartida en futuro. Nada menos que eso.
Que Dios la ilumine en esa tarea, compatriotas. Su camino será, que nadie lo dude y mucho menos ahora, el camino de todos.