COLUMNISTAS
JUVENTUD REVOLUCIONARIA

“Ellos son ‘criminals’”

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Sucedió hace algunos meses. Viajaba desde los Estados Unidos hacia un país latinoamericano cuando subieron al avión dos personajes desgreñados, aparentemente sucios, de unos cuarenta años, con pantalones deshilachados, camisas rotas, zapatillas de plástico. La azafata me dijo que era ropa cara, de marca, propia de ricos y famosos, y que eran líderes de la juventud revolucionaria. No me extrañó. Los jóvenes dirigentes maoístas siempre tuvieron más de cincuenta, y estos cuarentones fungían de adolescentes. Viajaban en primera, en una aerolínea imperialista, mirando con odio a los pasajeros y trabajadores que los rodeaban, enemigos de clase. Déspotas, ponían los pies sobre los asientos, olían mal. La cabina era pequeña, copada por un grupo de ancianos norteamericanos que no hablaban castellano. De pronto, me identificaron. Atacaron. Sus pupilas dilatadas delataban que disfrutaban también en otro vuelo. “Ellos son criminals”, acusaron. Sin pronunciar la letra “e”, suponían que hablaban inglés. Una vecina me pidió que tradujera, repitió mis dichos a otro pasajero, éste a otro y así sucesivamente. Los partisanos volvieron a la carga, amenazantes: “Criminals, escuchas, oligarcas, chetos, destituidos, presos”. Señalaban sus orejas, se agarraban de los barrotes de una prisión imaginaria, habían fumado de la buena. Traduje: “Parece que robaron los aretes a una señora oligarca y pueden apresarles”. Sus amenazas y mis traducciones libres se repitieron a lo largo del viaje.

Los angloparlantes terminamos haciendo un grupo de murmurantes divertidos mientras ellos amenazaban y hablaban desde la solemnidad del proceso histórico. Nunca me divertí tanto en un viaje. La situación recordaba a la película La vida es bella. La lucha revolucionaria arreció con la comida. Protestaron, se robaron los saleros y los cubiertos. También un pan. No era una gesta tan heroica como la toma del Palacio de Invierno, pero sabían que Obama tiembla cuando ellos hacen algo. Un pan no lleva a la quiebra al imperio, pero por algo se empieza. Llegado al aeropuerto, recogí mi maleta y salí con mis nuevos amigos. Los dos comandos habían salido por otra puerta, rodeados de una parafernalia de hombres que cargaban bultos en autos ostentosos. Felizmente, no parecían armas sino electrodomésticos y contrabando casero.

Lanzaron una mirada amenazante. “¿Y ahora qué pasa?”, preguntó la anciana. “Deben ser narcotraficantes”, le dije. “Drug traffickers like Escobar?”, gritó emocionada, mientras sus amigos le rodeaban. Estallaron en gritos de entusiasmo, habían iniciado bien su tour de aventura y lamentaron no haberles tomado fotos. Todos salimos felices. Los revolucionados en carros de lujo, con escoltas, satisfechos de haber amedrentado a un disidente, formado un soviet de ancianos, con bolsillos rebosantes de trofeos de guerra arrebatados al imperialismo: cubiertos, saleros y un pan. Los turistas se alejaron en una buseta agitando las manos, planeando contar a sus amigos que viajaron con dos capos del narcotráfico. Vuelo incesantemente y me aburren los aviones. Estaba dichoso de haber participado de un viaje tan divertido. Mientras viajo a la ciudad recuerdo los años de mi adolescencia y juventud, cuando repetíamos un poema nadaísta que decía que “no hay lugar en el mundo para el mundo”. Nos entusiasmamos con las revoluciones. Algunos tomaron las armas y fueron a la montaña, otros quisimos transformar el universo desde otros frentes.

Me propuse vivir como César Vallejo; puse en la pared de mi cuarto el retrato de Javier Heraud, el joven poeta peruano que murió combatiendo con el ejército, después de escribir “sucede simplemente que no tengo miedo a morir entre árboles y pájaros”. Los antiguos revolucionarios fueron más violentos, pero también más auténticos. Los actuales sólo rompen el orden burgués para robar saleros, hacerse ricos y comprar autos, joyas y andrajos de lujo. Sigo respetando más a Heraud y a los que, equivocados o no, tuvieron ideales.

*Profesor de la George Washington University.