A Julio César Augusto, primer emperador del Imperio Romano, y el que durante más tiempo lo gobernó, atribuye el historiador Suetonio las palabras “Festina lente”, “apresúrate lentamente”.
De alguna manera, en la locución del buen Augusto reside la misma filosofía de vida que en la expresión “Vísteme despacio que tengo prisa”, vinculada por igual al dieciochesco rey español Fernando VII de Borbón y a los incomparables genios de Napoleón Bonaparte y José de San Martín. En ambos casos anida la convicción de que ciertas actividades, para hacerse bien, de acuerdo con la índole que les es propia, deben llevarse a cabo según el tiempo propio de la lentitud, el “tempo lento”.
De entre las muchas actividades humanas, pocas se asocian más directamente a esa “lentitud” que la actividad de cuidar y, al mismo tiempo, pocas actividades nos humanizan más que procurar el cuidado de nuestros semejantes y del mundo común en el que todos habitamos.
Como señala Higinio Marín en su Teoría de la cordura, “la captación de la naturaleza ordinaria, y sin embargo prodigiosa y frágil, de las cosas más comunes es el espacio existencial en el que fluye la ternura que nos empuja a socorrer la liviana entidad de todo cuanto sobrevive al desastre que suponen la vejez y la muerte”. Ya Hegel, en su Ciencia de la lógica (1812), hablaba de la “ternura común por las cosas”, una forma privilegiada de atención a lo real en la que cuidar es procurar el crecimiento de todo aquello que dejará de hacerlo algún día y, efectivamente, asistir a su falta. Y “asistir” en el doble sentido de presenciar y auxiliar, asistir al auge y quebranto de cuanto se extiende en el tiempo. Ese es el destino humano en el mundo: llevar dentro la pena de que todo se acaba mientras se busca su buena fortuna, por eso el tiempo, la temporalidad, es el lugar del cuidado, mas no cualquier tiempo, y quizás ni tan siquiera el “tempo lento”, sino el “tempo giusto”.
“Salvar la Tierra”, decía Heidegger, es una de las dimensiones del cuidado. La Tierra y los demás, en su constitutiva e interpeladora fragilidad, nos invitan de continuo a que “nos andemos con cuidado”, como dice la feliz expresión coloquial, no porque de nuestros descuidos colectivos pueda surgir un naufragio, sino porque el naufragio ha ocurrido ya. Ese “andarnos con cuidado”, o “llevarnos cuidado”, es la asunción de la insuperable insuficiencia de todo lo humano. Olvidarlo no es solo una falta de cordura sino un descuido por suficiencia pretenciosa. Descuidarse y desatender nuestra falibilidad es la desatención inexcusable –negligente– de una obligación en el ejercicio de nuestro poder: estar pendientes de lo que no controlamos.
En El guardián entre el centeno (1951), la novela de J.D. Salinger, Molden, el adolescente protagonista, relata así su ensoñación: “Muchas veces me imagino que hay un montón de niños jugando en un campo de centeno. Miles de niños. Y están solos, quiero decir que no hay nadie vigilándolos. Solo yo. Estoy al borde de un precipicio y mi trabajo consiste en evitar que los niños caigan en él. En cuanto empiezan a correr sin mirar a dónde van, yo salgo y los agarro. Eso es lo que me gustaría hacer todo el tiempo. Vigilarlos. Yo sería el guardián entre el centeno”.
Somos los seres precisados de cuidado y, todavía más definitivamente, de cuidar. Y nada nos sitúa más cerca de la cordura que “llevarnos cuidado” con nosotros mismos y cuidar de los demás. No es tarea fácil. Pero vale la pena.
*Profesor de la Escuela de Posgrados en Comunicación, Universidad Austral.