COLUMNISTAS

Embajada

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Ya es tiempo de blanquearlo, antes de que sea demasiado tarde. Un martes de comienzos de agosto estuve con ella. Pero no estuvimos solos.

No necesito ser demasiado explícito. En la Argentina, ya se ha dicho, en otras épocas “el” partido era el Comunista, “la” asociación era la Psicoanalítica y había una sola embajada, a la que se aludía en modo intransitivo. Sea dicho, pues: cené con la embajadora. Fue en un domicilio privado y los periodistas éramos dos.

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La mesa se armó con un total de once personas, incluyendo a ella y a dos asistentes de primer nivel. De este lado, dos cronistas y cinco dirigentes políticos. ¿Estaba mal? Me lo preguntaba con saña autocrítica. De inmediato, me decía: ¿por qué no? Sabía que a la mañana siguiente, los dos eficaces consejeros de la embajadora reportarían todo a sus jefes y vaya a saber qué dirían de esos argentinos que discutían, aclaraban, negaban, reiteraban y oscurecían.

Pero, ¿cuál es el problema? He comido en privado con embajadores cubanos, israelíes, norteamericanos, chinos, británicos, japoneses, españoles, checos y alemanes, ¿Por qué no debería cruzar tenedores con esta embajadora?

El asunto es que la señora era aburridísima, o a ella –al menos– la Argentina la aburría, o no la entendía. Se calificó, gesto de sincericidio puritano, como una militante política a la que las circunstancias la hicieron enviada al extranjero, pero se le notaba de lejos su desacople con la misión y con el país. Voluntariosa, pero muy elemental, se la veía haciendo un curso veloz de argentinología.

La mesa fue digna e íntegra, aunque lo habitual es que los connacionales se pongan obscenamente cachondos con “la embajada” y se les aflojen variados esfínteres a la hora de vérselas con alguien de su staff.

Resueltos y laboriosos, los de “la embajada” no son funcionarios totalmente ineptos. Ponen empeño en su tarea, pero su desempeño es dramáticamente insuficiente en épocas como la actual. La dinámica de recoger indicios en reuniones sociales es centenaria, pero demasiado previa a la era de saturación digital que hoy se vive, con masas inmensas de datos al alcance de los dedos con sólo navegar en la red digital.

Los norteamericanos, además, son asombrosamente literales en muchas cosas. Es lo que ellos describen como straightforward, o sea, al frente y derecho, sin vueltas. ¿Carecen de malicia? Son capaces de hacer el mal como cualquier ser humano y han demostrado que no les tiembla el pulso, pero no es esa malevolencia lo que los caracteriza, sino el déficit orgánico de ¿picardía? que padecen, castiza expresión que deviene viveza turbia en la Argentina. De eso, ellos no tienen mucho.

Es notable el uso que en países como la Argentina se hace del fortuito acceso a “la embajada”, incluyendo los patéticos besamanos del 4 de julio, en los que el 98 por ciento van para ser vistos y, de esa manera, congratularse de haber sido invitados por el imperio.

No fue siempre así, claro. Hasta hace cuatro décadas, cuando el desafío soviético les mordía los talones, “la embajada” era una máquina de creatividad y pujanza. Centenares de argentinos valiosos eran invitados a recorrer los Estados Unidos como parte de inteligentes programas, en función de sus especialidades (dramaturgos y urbanistas, pianistas y regisseurs, sociólogos y periodistas). En Florida 935 funcionaba la mítica y espléndida Biblioteca Lincoln, hoy cerrada, para ahorrar. Los consejeros de prensa eran sólidos y relevantes. En “la embajada” pasaban cosas y se decían cosas.

En cambio, mi comida con “la” embajadora ratificó la irrelevancia asombrosa de los funcionarios. Leen los diarios, hacen recortes, preparan informes, pero se percibe fácilmente que un desinterés esencial los condena a una siesta administrativa insuperable. Como se ve, pese a los obsequiosos argentinos que se fascinan con “la embajada”, los análisis de “la embajada” padecían de una elementalidad evidente.

De todas maneras, aun cuando la performance analítica que se advierte a través de lo mostrado por la llamativa operación WikiLeaks es mediocre, alcanza para proyectar un ominoso cuadro de la Argentina.

Nada de lo trascendido parece revestir la condición de atentado contra la soberanía nacional, aunque a la progresía hipócritamente anti yanqui le rechinaron los dientes ante las evidencias de que los Kirchner han jugado muy cerca y muy convergentemente con los Estados Unidos desde 2003. Las pruebas son concluyentes. El “relato” oficial, pro indigenista, anti ALCA y de vociferante nacionalismo latinoamericanista, es parecido a la monserga sobreactuada de los derechos humanos.

Sobrecoge, además, la hipocresía de los indignados. Todas las embajadas hacen lo mismo: son territorio extranjero propicio para que se resfríen los estómagos.

Es casi inexorable: el comensal invitado a tierra de soberanía diferente de la que reina puertas afuera tiende a ser locuaz y descuidado. Agitarse ahora, fingiendo enojo porque los yanquis nos andan olisqueando los agujeros negros de nuestro sombrío devenir es pura imbecilidad nacionalista. ¿Qué se piensa de lo que andan haciendo los otros? A modo de ejemplo: ¿qué reportan normalmente los cubanos a La Habana, los rusos a Moscú, los chinos a Beijing o los bolivarianos a Caracas?

Respecto de la seguridad y la libertad como valores divergentes, el dilema es denso y hasta dramático. En un cierto y muy peculiar sentido, las andanzas sospechosas y opacas de WikiLeaks producen el placer morboso del voyeur. Da placer ver a la luz del día al omnipotente y petulante Sergio Massa o al melancólico kirchnerista/ahora/no/kirchnerista Alberto Fernández, deschavados por “la embajada” cuando hablaban sin freno.

Irrita el cinismo de quienes gozan pornográficamente con el espectáculo deprimente de la diplomacia norteamericana en calzoncillos. Será bueno esperar, para observarlos el día que (algo altamente improbable) la turbia banda seudotransgresora de WikiLeaks se meta con las andanzas de otros poderes, ahora sugestivamente protegidos.


En Twitter: @peliaschev