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Embalo mi biblioteca

Por diversas razones, conozco bastantes casas de intelectuales, profesores, escritores y editores europeos. De las que visité, la única que tiene una biblioteca inmensa es Sofía Fisher, que aunque reside hace 40 años en París –donde formó a varias generaciones de lingüistas en la Ecole des Hautes Etudes en Sciences Sociales– nació en Argentina.

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Por diversas razones, conozco bastantes casas de intelectuales, profesores, escritores y editores europeos. De las que visité, la única que tiene una biblioteca inmensa es Sofía Fisher, que aunque reside hace 40 años en París –donde formó a varias generaciones de lingüistas en la Ecole des Hautes Etudes en Sciences Sociales– nació en Argentina. Son estantes y estantes de libros que ocupan el living, el comedor, el escritorio, los pasillos y hasta una parte del baño. Los demás, o al menos los demás que conozco, los otros intelectuales europeos tienen bibliotecas pequeñas o a lo sumo medianas. Y en los pocos casos en que son grandes, lo son a escala humana. Charlando con ellos, o simplemente leyendo entrevistas a escritores europeos, es habitual que aparezca el tema de la iniciación a la lectura ligada a una biblioteca pública. A veces, por supuesto, mencionan los libros que sus padres tenían en su casa, pero en general asocian el descubrimiento de los autores que los marcaron con libros encontrados en la biblioteca del barrio o de la escuela. Y por supuesto, la biblioteca de la universidad les sirvió de base para redactar sus tesis de doctorado, y luego, ya profesores, para preparar sus cursos y escribir sus libros. A la inversa, es muy común que los intelectuales y escritores argentinos tengan formidables bibliotecas en sus casas. Son bibliotecas privadas, puertas para adentro. No es mi intención establecer una relación causal entre ambos fenómenos, pero sí marcar una cierta concomitancia, una cierta sincronía entre el hecho de acaparar libros en casas, de manera casi fetichista, y la imposibilidad de acceder a ellos en ámbitos públicos. Yendo más lejos –y seguramente forzando la interpretación– quizás en esa tensión entre biblioteca privada y biblioteca pública se juegue el conflicto entre el libro y el texto. Sobre el libro, además de la lectura, operan otros factores como el precio, la circulación, la tapa, la mercancía. Sobre el texto, en cambio, confluyen poderes heterogéneos, como la angustia de las influencias, la escritura, las estrategias de enunciación, la tradición. La filosofía y la crítica francesa, de Blanchot a Barthes, tomó como objeto de pensamiento al texto, y dejó de lado al libro (por supuesto que hay excepciones, Derrida es una). ¿Tendrá esto alguna relación con que son intelectuales de sociedades de bibliotecas públicas? Es difícil ser fetichista con los libros de las bibliotecas municipales (muchas veces son obras de bolsillo o ediciones baratas, generalmente están marcados por el uso reiterado, rara vez se encuentra una primera edición) y por lo tanto, no es complicado ir más allá del libro para entrar en relación con el texto, leer no libros sino textos (aquí se puede decir, seguramente con razón, que la filosofía francesa terminó fetichizando al texto, pero ése es otro asunto).
Al contrario, los libros de las bibliotecas privadas contienen cada uno una historia personal. El recuerdo de cuándo y dónde se compró (después del segundo divorcio, en tal librería de viejos), de dónde vivíamos cuando lo leímos (a la vuelta del exilio, en el departamento de la Avenida de Mayo). En las casas el libro prima por sobre el texto o, si esta afirmación resulta demasiado arbitraria, se puede pensar que, en todo caso, el libro ocupa un lugar tan importante como el texto.
Pensaba en todo esto ahora que me acabo de mudar. Y mientras guardaba los libros en cajas, recordaba historias, fechas, viajes, ediciones, nombres de editoriales. Y también fragmentos de poemas, comienzos de novelas. No sé si mi biblioteca es chica, mediana o grande (las comparaciones son odiosas), pero sé que, mal arqueado mientras embalaba una caja, mi vieja hernia de disco se hizo presente, y las cajas se me hicieron infinitas, infinitas, un laberinto de piedra oriental. ¿Tendría una biblioteca así si viviera en un país con bibliotecas públicas? Quizá sí, quizá no. Ni siquiera sé si tiene sentido la pregunta.