En el año 1950, tras obtener nuestros pasaportes yugoslavos, el plan original de mi mamá al emigrar era instalarnos en Canadá. Ella allí tenía amigos cercanos con quienes habían compartido su vida en Rumania. Urgía tomar una decisión, puesto que los permisos con los que residíamos en Viena sólo nos permitían permanecer en Austria durante un año. El pasaporte que nos habían extendido en la embajada de Yugoslavia era para emigrar a Israel, aunque creo que mi madre nunca había considerado seriamente esa opción.
Fue Bubi quien terminó por convencerla de emigrar a la Argentina. La verdad es que tenían poca información del país apodado “el granero del mundo”, el que había provisto de alimentos a los países de Europa durante la guerra y la posguerra. Su ubicación en el extremo sur de América disminuía la posibilidad de que allí se pudiera desencadenar un conflicto armado. Para la época de nuestro viaje gobernaba el general Perón, a quien los diarios europeos le encontraban cierta semejanza con Mussolini. Consideraban que imitaba sus discursos y los planes que aplicaba eran similares a los de los países del este de Europa. De toda esa información, Bubi deducía que si uno no se involucraba en políticas contrarias al régimen, había buenas perspectivas para vivir y trabajar con tranquilidad A pesar de que no se permitía el ingreso legal de judíos al país, los grupos judíos coexistían en paz.
En enero de 1951, las tres partimos en tren hacia Suiza junto a mi futuro padrastro y obligaciones, salvo las que tenía mi madre, que realizaba sus trámites bancarios. Luego seguimos viaje a Italia. Permanecimos tres días en Génova, una ciudad ruidosa, llena de vida, que nos llamaba la atención por su colorido, por la ropa tendida en las calles, la gente que hablaba a los gritos en un idioma incomprensible para nosotras. No era una ciudad pulcra; contrastaba con las de los países de influencia germana en las que habíamos vivido hasta entonces.
A pesar de tanto ajetreo y excitación por nuestra partida, no dejaba de perturbarnos la idea de que nuestra abuela, tíos, primos y todos los afectos que habíamos acumulado hasta entonces quedarían en Europa. No sabíamos cuándo volveríamos a verlos y si volveríamos a verlos. Sin embargo, lo que a mí más me preocupaba era cómo nos iba a encontrar mi papá si nos íbamos tan lejos.
Finalmente nos embarcamos en el puerto de Génova para emprender un largo viaje en un barco italiano, el Conte Biancamano. Era un buque enorme que dividía sus comodidades en tres clases. La mayoría de los inmigrantes italianos viajaban en tercera. Nosotros estábamos en segunda clase, ocupada casi en su totalidad por inmigrantes de clase media. El camarote en el que estábamos con mi hermanita y mi madre tenía un baño para nosotras solas y claraboyas a través de las cuales veíamos el mar. La familia de Bubi ocupaba otros dos camarotes. La travesía resultó divertida.
Había muchos niños de diferentes nacionalidades con los que jugábamos aun sin hablar los mismos idiomas. Recuerdo que en la cubierta había una piscina y juegos. Entre los hechos destacables de la travesía que recuerdo está el pasaje de la nave por la línea del Ecuador, de Norte a Sur. Este paso siempre se festeja como un evento importante. Resultó un gran acontecimiento que se celebró con una fiesta espectacular que incluía entretenimientos para niños y adultos, juegos en el agua, bailes y comidas especiales. La tripulación distribuyó disfraces coloridos y divertidos que aún guardo en mi memoria.
Después de varias jornadas de navegación llegamos a Río de Janeiro, donde nos esperaba un amigo rumano muy cercano a mi familia. Bajamos del barco y nos llevó a pasear por la ciudad. Recuerdo la vista del Pan de Azúcar, las playas inmensas, y que este señor me llenó de mimos. Montevideo fue la siguiente escala, pero allí sólo descendieron mi madre con su novio por algunas horas. El mar ya había dejado de ser azul para pasar a ser marrón. Finalmente, después de veintiún días de viaje, arribamos a Buenos Aires en los primeros días de marzo de 1951.
El puerto bullía de gente, de empujones, griterío, desorientación, control de documentos. Por suerte, a nosotros nos recibió un amigo de Bubi que había sido compañero de la escuela con su esposa. El matrimonio ya hacía largo tiempo que estaba establecido en el país y nos ayudó a acomodarnos, nos dio consejos y nos explicó someramente algunas costumbres argentinas que nos resultaron difíciles de asimilar y comprender.
Fuimos con la pareja de amigos hasta un hotel céntrico en la calle Suipacha, donde ya vivían otros compatriotas húngaros venidos en el mismo barco o en alguno anterior. El tránsito que circulaba por la zona era intenso. En los alrededores abundaban negocios y restoranes.
Allí nos alojamos por poco tiempo, hasta que mis padres encontraron un departamento que les pareció adecuado para nuestra vida en esa ciudad. Estaba ubicado en un barrio cuyo mayor atractivo consistía en sus frondosos árboles, que le otorgaban un aire residencial. Esta circunstancia los había convencido de que el lugar era ideal para establecernos. Predominaban las casas bajas y apenas había algunos edificios de departamentos. Pronto descubrimos que el entorno no resultaba tan encantador como nos lo habíamos imaginado.
Nadie les había informado a mis padres que cuando llovía, las calles del barrio se inundaban y el agua llegaba hasta la puerta o adentro de las viviendas. En nuestro edificio, con lluvias torrenciales, se inundaba el pozo del ascensor. (…)
El departamento que alquilábamos pertenecía a un edificio de tres pisos muy sólido. Lo había construido un italiano para su familia y las de sus dos hijos. Todos ellos se fueron mudando y los departamentos se arrendaron.
* Licenciada en Biología. Fragmento del libro Petar, mi papá, editorial Deauno.com.