Quienes votaron a Mauricio Macri buscando “un país normal” tendrán que esperar.
Deseos y realidades. El deseo de un país “más amigable” movió a millones de argentinos a votar al frente Cambiemos en 2015. Macri, durante la campaña, mostró con inteligencia un futuro promisorio con políticas innovadoras, como ir hacia la pobreza cero, realizar un ambicioso Plan Belgrano para desarrollar el postergado Norte, y potenciar las capacidades del país en un clima de paz social. Por el contrario, parte del electorado independiente intuyó que detrás del estilo zen de Daniel Scioli se escondía un tembladeral político.
Pero lo que no supusieron aquellos votantes que apreciaron la propuesta de Macri es que el corazón central del Gobierno en sus tramos iniciales sería un conjunto de medidas que recuerdan a las políticas de ajuste de los años 80, con altas tasas de interés que hacen infructuosa toda inversión y una alta inflación que disuelve el poder adquisitivo de los salarios. El nuevo ordenamiento que propone el Gobierno parece diseñado para que las grandes empresas recuperen su rentabilidad (que fue en parte limitada por el kirchnerismo mediante retenciones, y restricciones a los movimientos de capitales) y con la expectativa de que industriales y
agropecuarios devuelvan el gesto con nuevas inversiones. Este diferencial entre las expectativas generadas y lo percibido por la población en estos días explica la caída en la imagen del Presidente y la instalación de un clima social de desánimo, en forma independiente de las formas de comunicar las políticas.
El problema del empleo. La resultante del proceso de pocos meses muestra una cuestión que la Argentina debe discutir: la economía argentina tal como está estructurada no tiene condiciones para generar trabajo para todos los argentinos. Sin la intervención directa estatal miles de niños no pueden acceder a los alimentos básicos, como lo expresa el último informe sobre niñez de la Unicef, y sin el “festival del consumo”, miles de pequeñas empresas y comercios que venden sus productos en el mercado interno cerrarán sus puertas. Por esto, el problema del empleo escaló a velocidad de la luz en las máximas preocupaciones de los argentinos. Sin embargo, el Gobierno no sólo no se puso a la cabeza del problema, sino que lo ha relativizado, regalando el terreno político a un peronismo desvertebrado y poco creíble, pero que parece rejuvenecido impulsando la ley antidespidos, buscando finalmente forzar a Macri a un veto impopular. El compromiso con los empresarios para no despedir fue, en este sentido, un paso en falso, ya que coloca al Gobierno de un lado de la disputa.
Buena vecindad. Sorprendió la veloz declaración que realizó la Cancillería donde se “respeta el proceso institucional que se está desarrollando” en Brasil. Este mensaje significó un reconocimiento tácito al gobierno emergente tras la aprobación del juicio político a Dilma Rousseff (muchas agencias internacionales así lo mencionaron). En las razones de esta declaración algunos entrevén un aval ideológico y un apoyo al débil gobierno provisional de Michel Temer, así como la reprobación de uno de los últimos exponentes de la llamada nueva izquierda latinoamericana. Otros sugieren que se sigue una tradición argentina de apoyar al que está en el poder, y los más pragmáticos sostienen que no se pueden lastimar los vínculos con nuestro mayor socio comercial. Todos estos motivos pueden ser ciertos, incluso simultáneamente, pero una mirada más atenta sugiere que la decisión resulta arriesgada, cuando el gobierno de Macri nace precisamente con minoría legislativa. Lo que es un aval para Brasil hoy puede transformarse en una justificación a futuro.
La nueva meritocracia. Un comercial de una marca de autos detonó un debate interesante sobre las características de la meritocracia. El comercial es simplemente sobre el auto que ciertas personas merecerían tener, pero que parece traducir los nuevos tiempos que vive la Argentina con un guión que se adapta a la narrativa que el gobierno de Macri le ofrece a la sociedad.
La meritocracia es el gobierno de quienes han hecho mérito, no lo heredaron ni les fue regalado. Existió en Argentina un discurso de tenor similar con las inmigraciones masivas, cuando italianos, españoles y otros tantos desembarcaron en el país huyendo del hambre y de las guerras, sin más patrimonio que su fuerza de trabajo, donde muchos lograrían “progresar”, sobre la base de su esfuerzo personal. Sin embargo, hoy se resignifica este contenido. Donde ayer primaba la escuela pública gratuita universal, hoy emergen colegios donde muchos contenidos se imparten en otro idioma, y se eleva el reconocimiento social de las universidades de elites. Donde ayer era motivo de orgullo ser ferroviario, o médico de pueblo, hoy el valor es integrar corporaciones donde se puede jugar el ping pong en horas de trabajo. El lugar del prestigio social se ha corrido de lugar.
La emergencia de una elite. Macri amplifica el mensaje del mérito, con su reiterada frase del “mejor equipo de los últimos cincuenta años”, cuando hace mención a su gabinete. Muchos de ellos, en efecto, estudiaron en universidades privadas, condujeron importantes empresas multinacionales, estudios jurídicos, ONG, etc. Es una cuestión no menor, ni parte de una concepción frívola, por el contrario, expresa el surgimiento de una nueva elite en condiciones de gobernar el país, e incorpora toda una lógica de construcción política y social, a diferencia de la “vieja política desmerituada”.
Esta es una concepción totalmente nueva en la Argentina que no se puede asimilar a las generaciones del 37, o del 80, por más que se puedan encontrar algunos puntos en común. La gran pregunta es si esta nueva elite, surgida del quiebre del Estado nacional de fines del siglo XX, tiene un proyecto integrador para los más de cuarenta y tres millones de compatriotas, o si, por el contrario, apunta a cristalizar una estructura social vigente en nuestros días. En esta pregunta se juega buena parte del proyecto macrista, y la concepción de felicidad que prevalecerá.
*Sociólogo y analista político
(@cfdeangelis).