Hoy en el diario vi la foto de Andrés D’Alessandro llorando en una conferencia de prensa. El tipo se iba del Inter –peleado con la dirigencia, según los periodistas– y volvía a River. No sé por qué cuando vi la foto pensé que Andrés lloraba por la emoción de volver a River, pero no era sólo eso: lloraba por lo mucho que quería al club brasileño y lamentaba tener que irse de esa manera.
D’Alessandro lloraba por dejar un lugar, por volver a otro. Yo también lloré emocionado, el martes pasado, sentado en el vestuario del Onbu Dojo, por volver a hacer karate después de un largo año de ausencia. Digo hacer karate porque todavía no conseguí, a pesar de diez años practicándolo y tener un cinturón alto, que el karate me haga a mí. Yo tengo que “hacer” karate, practicarlo, luchar contra él, para que me acepte. Soy un karateca outlet. Pero a pesar de eso, a pesar de no tener la menor habilidad para pisar el dojo con firmeza, el karate ya es parte de mí y simplemente no puedo dejar de practicarlo, despierto o dormido.
Volví de las vacaciones con la convicción de que un error del año pasado fue no hacer karate. Es decir, argumentar que los sucesivos contratiempos de la vida cotidiana me impedían ir al dojo.
No es verdad. Es autoindulgencia.
Debería haber ido una vez por semana o una vez por mes, pero no tendría que haber dejado: el karate, dice el sensei Gichin Funakoshi en sus consejos para practicarlo, es como el agua caliente, necesita estar siempre bajo la llama, grande o pequeña, si no se enfría. Muchas veces lo que no dice el consciente lo dice el inconsciente.
Durante las vacaciones soñé repetidamente estar en el dojo del Sensei Mitsuo Inoue –con quien practiqué todo este tiempo– escuchando su voz, tratando de hacer uno de sus katas dificilísimos para mí en la vida real, pero perfectos para soñarlos. Y me despertaba emocionado. ¿Seré un karateca perfecto, con kimé, que sueña que es un karateca outlet? ¿O al revés? La cosa, como bien dice Carl Jung, es que el inconsciente a veces se cuela en la vida real, modificándola.
En las vacaciones estuvimos varios días en una casa que me prestó el genio de Pedro Montes en Santiago de Chile. Pegada a la casa hay una librería y en la vidriera se veía la cara anciana de Gichin Funakoshi en la portada de su libro Karate do: mi camino. Increíble. Un libro que había buscado durante años, que era inhallable y del que sabía cosas porque me las contaban mis compañeros de dojo, estaba ahí, esperándome. Lo leí de un tirón y me acompañó en la cabeza y el espíritu hasta el día de hoy.
“Cualquier lugar es un dojo”, dice Gichin Funakoshi, instándonos a practicar karate en todas partes y tener las enseñanzas del karate en cualquier cosa que hagamos en la vida cotidiana.
El karateca debe buscar la debilidad, no la fortaleza, dice en un momento. Y aclara: esto tal vez no se entienda bien, pero a quienes practiquen con esmero y concentración se les va a tornar claro. Hay algo del karate do que viene de las enseñanzas chinas: no tener una meta o una táctica para encastrarla en la vida real como se unen dos piezas de Rasti, sino que la estrategia vital consista en que la acción naturalmente tome el camino apropiado.
En el libro, Gichin Funakoshi habla de los maestros que lo formaron y de su vida como practicante y difusor del arte marcial. Mi camino se lee de manera amena y tiene en sus páginas cierta frescura mineral.
Funakoshi también se ocupa de desmitificar las proezas de los karatecas: él es un karateca realista: los trucos son para Neo luchando contra Matrix, acá no hay superhombres que destrozan ladrillos ni tipos que vuelan por el aire. En el karate el fin supremo es lo espiritual; sin eso las condiciones técnicas se vuelven irrelevantes. Funakoshi escribe también poesía: con sus caracteres que parecen pinturas, dice: “El penetrar en lo antiguo es comprender lo nuevo; lo viejo y lo nuevo es sólo cuestión de tiempo. En todos los casos el hombre debe tener una mentalidad clara. Esta es la vía: ¿quién la seguirá de forma correcta?”.