Hay sistemas de analogía que nos dejan por lo menos perplejos. El titular dice: “Una alegría para la reina Máxima: se agranda la familia real”. Y abajo: “Después de la dolorosa pérdida de su hermana, la monarca holandesa recibió una gran sorpresa”. Nala, la “hermosa” labradora de la familia real, dio a luz a siete “hermosos” cachorritos.
Está bien respetar la vida animal, y el veganismo de Francia, donde los grupos más radicalizados combaten sin cuartel el especismo (RAE: “discriminación de los animales por considerarlos especies inferiores”), denunciando la matanza y la carnicería, es una causa noble y destinada a transformar el mundo para bien, aunque para la Federación Profesional de Carnicería, nombre siniestro, los veganistas buscan “sembrar terror”.
Pretender, sin embargo, que el nacimiento de una camada de cachorros equivale al suicidio de una hermana es, tal vez, llevar las cosas a ese punto donde la vida humana (y la angustia, y el duelo, y la melancolía y la esperanza con ella asociadas) se nos vuelve irreconocible.
El asunto recuerda a los retrógrados que señalaban que, habilitado el casamiento universal (para personas de cualquier orientación sexual), pronto la gente querría casarse con sus perros o que no hay que aprobar la suspensión voluntaria del embarazo porque cuando la perra que tenemos queda embarazada lo que hay que hacer es buscar dueños para los cachorros.
Nosotros, plebeyos como somos, ignoramos cómo hacen las familias regias para lidiar con sus penas, pero el periodismo debería abstenerse de proponer modelos de sustitución repugnantes.
El duelo por la muerte de una hermana no puede equivaler a la alegría por la parición de una mascota simpática.
Tengo una nieta: cada vez que quiera jugar a las princesas, yo le mostraré fotos de carnicerías, para que aprenda la distancia entre la fantasía y el mundo y para que, en todo caso, juegue a transformarlo.