Cherro no se llamaba Cherro. Se llamaba, en realidad, Roberto Eugenio Cerro. El “Cerro” se convirtió en “Cherro” por obra y gracia de aquellos primeros habitantes de La Boca, genoveses de pura cepa; el cocoliche en el que hablaban transformó la C en CH. Entonces fue Cherro. Era todo lo contrario a Martín Palermo: bajito y regordete, características de los futbolistas de los años ’20. Basta con recordar a Manuel Seoane, la Chancha, consagrado delantero de Independiente, de paso fugaz por Boca para la gira por Europa de 1925.
Lo notable era que, así y todo, Cherro se cansó de meter goles de cabeza. Los xeneizes (en dialecto, significa genoveses) del barrio le pusieron un apodo tierno, Cabecita de Oro. En 1917, después de una infancia con mucho trabajo, se probó (y quedó, obviamente) en Sportivo Barracas. Jugó allí hasta el ’24, cuando lo compró Ferro y llegó a Boca en el ’26, con 19 años, donde cambió radicalmente su juego. Era un gambeteador empedernido. Sus compañeros más experimentados –Mario Fortunato, Alfredo Elli, Mario Evaristo– lo convencieron de las bondades de soltar la pelota más rápido. Se transformó en un futbolista completo. A la habilidad que traía en los genes, le agregó panorama y un inusual sentido de la definición. En Sportivo Barracas y en Ferro, Cherro se armaba la jugada y la terminaba. Cuando llegó a Boca, entendió que el fútbol es un juego de equipo. A partir de ahí, se convirtió en el delantero excepcional que aún hoy, en 2009, seguimos mencionando y “viendo jugar” a través de libros y recuerdos de los octo y nonagenarios. Metió una carrada de goles: 118 sólo en la era amateur (1926-1930).
Después, cuando el fútbol se profesionalizó, Cherro integró un terceto fenomenal que le dio a Boca mucha gloria. Su amigo Francisco Varallo y el paraguayo Delfín Benítez Cáceres se sumaron a su efectividad y su fútbol cerebral. Boca obtuvo un fantástico bicampeonato en las temporadas 1934/35, en las que Cherro fue goleador y casi dueño del equipo. Jugó hasta 1938. La dirigencia de Boca opinó que los nuevos tiempos tenían que venir con sangre nueva y se deshizo de los tres. Varallo dejó su lugar por una lesión en la rodilla que jamás terminó de sanar, Benítez Cáceres fue cedido a Racing porque alguien entendió que su ciclo en Boca ya había quedado atrás y Cherro llegó a los 31 años en 1938. Para la época, era un jugador veteranísimo. Y se fue dejando la estela de sus goles: a los 118 amateurs les sumó 100 en la era profesional. Murió muy joven, a los 58 años, el 11 de octubre de 1965.
A este grande intentará alcanzar Martín Palermo. Su historia tiene puntos de contacto con la de Cherro, pero –en general–, la proveniencia es diferente. Palermo tuvo una familia más convencional, pudo dedicarle al fútbol más horas que Cabecita de Oro para poder perfeccionarse. Los tiempos modernos, las comunicaciones y la globalización permitieron que Palermo fuera visto en otras tierras y jugara en Europa. Además, es mucho más alto que su antecesor: mide 1,88; Cherro llegaba a 1,75.
Lo increíble de Palermo –entre muchas otras cuestiones que se destacaron acá– es que logró números de otras épocas. Meter 20 goles en uno de estos torneos de una rueda, con la gran evolución que hubo en la preparación física desde los tiempos de Cherro hasta hoy, en la era de las comunicaciones, con la información que todos tenemos de cada jugador, es un hecho que habría que analizar más profundamente y en perspectiva. Esa perspectiva que, tal vez, hoy falte para poder observarlo en su justa medida.
Al igual que Cherro, Palermo fue creciendo con el tiempo, desarrolló su inteligencia y la observación del juego de tal manera que, sobre todo antes de la última lesión, se dio el lujo de retrasarse unos metros y meter pases-gol. Es decir, en este último año y medio de déficit físico y futbolístico de Riquelme, Palermo fue el encargado de ponerse el equipo al hombro, de hablar con los más jóvenes, calzarse la cinta de capitán y ejercer un liderazgo plenamente justificado en el rectángulo de juego.
Alguna vez nuestros nietos nos preguntarán por Palermo, como alguna vez nosotros les hemos preguntado a nuestros abuelos por Cherro. Ojalá que nuestra memoria no sea sólo emotiva. Palermo es un gran futbolista. En muchas oportunidades se dice que Palermo es “un gran goleador”. Lo es, de esto no hay duda. Pero situarlo sólo ahí, a esta altura de la soirée, es injusto. Martín demostró con creces que está para luchar un lugar en la galería de los grandes futbolistas argentinos de la historia. Que haya llegado a 200 goles con la camiseta de Boca no es sólo un dato estadístico. Es nada más que la consecuencia del esfuerzo diario, de intentar crecer y aprender, aún con 34 años y un montón de partidos fundamentales en la espalda.
Por eso, para dimensionar realmente la grandeza de Palermo, había que conocer a Cherro. Hasta allí llegará. Y seguirá de largo, hasta el Olimpo de los grandes del fútbol argentino de todos los tiempos.