COLUMNISTAS
REPORTAJE a Graciela Fernandez Meijide

“En los jóvenes de los 70 había una entrega casi sacrificial”

Madre de Pablo, secuestrado y desaparecido a los 17 años en octubre de 1976, recuerda el horror de aquellos años, que la llevó a comprometerse en los movimientos de derechos humanos. De activa participación en la Conadep, rechaza firmemente la “teoría de los dos demonios”, aunque pide no idealizar a la juventud de los años 70.

“La experiencia me ha demostrado que, en la lucha política entre sectores, las cifras de las víctimas son una herramienta de confrontación. En la Asamblea Permanente cada caso era una ficha.”
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Cuando ese grupo armado se lleva a tu hijo Pablo y te dice algo así como: “Mañana venga a buscarlo a la comisaría”, ¿pensaste que era la última vez que lo veías?
Nuestra pregunta es, sin duda, cruel, pero muchas veces se nos plantea, en la inminencia del momento, el porqué de la esperanza contra toda esperanza que no permitimos que nos abandone.
Graciela Fernández Meijide respira hondo y, luego, con su habitual lucidez dice:

—Mirá, yo tuve una sensación de mucho miedo… mucho… miedo de que pasara algo serio y, al mismo tiempo, creo que para contrarrestar me dije: “Mañana me lo entregan en la comisaría…”. Creo que tuve el presentimiento de la tragedia. Era todo demasiado siniestro... Gente sin uniforme, sin identificación… a las dos de la mañana –suspira–. ¿Te das cuenta de que Pablo tenía apenas 17 años? Estaba terminando el secundario. Ni a un traficante de cocaína se lo detiene así... Sin identificación… No es que yo pensé demasiado en ese momento, pero sí lo hice lateralmente como cuando (a pesar de estar en pijama) les dije a esos hombres: “Nosotros vamos con él. Nos vestimos y vamos…”. Y esa respuesta dulzona: “No se preocupe, señora. Mañana…”.
Graciela parece no ver su departamento bañado de sol otoñal. Mira hacia adentro y sigue recordando: “No hubo una agresión. Delante de mí ni lo empujaron ni lo tironearon. Después supe, por el portero, que, en cuanto bajaron, para subirlo al auto, lo agarraron de los pelos como solían hacer con la gente detenida. Pero esto no ocurrió delante nuestro. Sin embargo, toda la situación era intimidatoria: las armas, las amenazas a nuestro perro ovejero que les ladraba y al que tuvimos que calmar. Si hoy tomo distancia, siento que puedo estar influenciada por la realidad, pero te diría que tuve algún presentimiento de lo que iba a pasar…Por lo menos advertí que todo era muy, muy siniestro”.
—Por eso este nuevo libro tuyo “Eran humanos, no héroes” es doblemente valioso no sólo por el análisis que vos hacés allí, sino por tus análisis de la violencia política de los 70 y el trabajo interior que significa hablar de la responsabilidad de cada uno.
—He leído mucho lo que se ha escrito acerca de la memoria. Repetidas veces, por ejemplo, la obra de Todorov dedicada a este tema y a la memoria relacionada con situaciones de mucha violencia como la que acabamos de recordar. También hablé mucho sobre este tema con Claudia Hilb. Es importante recordar que hay una memoria fija que está ligada a lo testimonial y a la que uno tiene todo el derecho de abrazarse porque es valiosa (recordemos que el testimonio es lo que te permite conocer). Pero cuando uno se queda exclusivamente allí… bueno, es como si echara un ancla. Hay personas, por ejemplo, que repiten siempre la misma historia. De la misma manera y sin poder analizarla. No pueden salir del hecho concreto. Quizás porque no se animan o no les interesa mirar toda la película. Un testimonio es generalmente parte de una historia mucho más larga, que es la verdad histórica. Yo no pretendo tener “toda” la verdad, pero necesité entender qué había pasado… qué nos había pasado.
—Es duro, como en estos casos, ver toda la película.
—Eso supone no sólo lo que nos ocurre personalmente. Cuando escribí este libro, esto significó no sólo mirar lo que me había pasado con Pablo. Y cuando quise entender qué pasó en los años 70, no me quedé sólo en nuestro país (lo cual hubiera significado una tendencia ombliguista), sino me puse a buscar las cosas que eran comunes a varios países de América Latina. Por eso, en este libro, en un marco muy grande, planteo la Guerra Fría. Es decir, la disputa entre la Unión Soviética y los Estados Unidos de Norteamérica por avanzar, cada uno, sobre el otro. Incluí a la Revolución cubana que, en sus principios, es apoyada por Estados Unidos porque advierte que es reemplazar a un dictador desprolijo como Batista por un señor de la clase alta que es Fidel Castro y que supone cuidará de sus intereses. Sin embargo, cuando comprende que en Cuba se instala un ariete del comunismo, inmediatamente convoca a las Fuerzas Armadas y les dice: “Señores, se cambiaron las hipótesis de conflicto. Ahora el conflicto es la frontera ideológica. El comunismo no pasa”. Y las Fuerzas Armadas de los distintos países de América Latina se fueron plegando, de una u otra manera, a ese designio. Al mismo tiempo aparece, a fin de los 50 o principios de los 60, un fenómeno nuevo: la juventud. Ya no son más “los jóvenes”, sino que es la juventud como presencia política y nueva protagonista en una historia que, en general, con respecto a la política estaba poblada por gente más grande y tradicional.
—En algún tramo también la mencionás como “la patrulla perdida”. Creo que era una frase de Rodolfo Walsh que seguramente habrán analizado en el Club Político Argentino del que formás parte.
—Eso ocurre, años después, cuando parte de esa juventud se hace tan vanguardista que pierde contacto con la sociedad. No así, me parece en el caso de Montoneros. ¿Por qué? Pues porque Montoneros fue una fuerza que se formó como un ala del peronismo con identidad fuerte y llegó a tener ramificaciones en todos lados. No sólo tenían la JP, sino también el sindicalismo de la JP, las mujeres, los trabajos barriales y, en general, un muy buen nivel de educación.
—Muchos egresados del Nacional de Buenos Aires.
—Bueno, allí fue donde más creció Montoneros. En todos los países la guerrilla se desarrolló alrededor de las universidades. Aun en Europa, que había conseguido salir a flote luego de la Segunda Guerra Mundial y creado una sociedad de bienestar, los hijos de aquellos protagonistas escribían sobre El hombre nuevo. Y eso llegó a América Latina a través de los intelectuales. Por eso lo de las universidades que te mencionaba recién. Fueron, en efecto, muy importantes en la formación de la guerrilla.
—También mencionás otra cosa importante que identificás como “una entrega casi sacrificial”.
—Esto se da aun en el ERP, que no tenía un origen cristiano. En general, muchos provenían del Partido Comunista o de la Unión Cívica Radical, pero había, en los hechos, como un fuerte sentimiento religioso, aun cuando no estuviera referido a la religión como tal. Me refiero al tema del sacrificio, a aquello de “lo que hay que hacer hay que hacerlo”. Hay un muy buen libro de Vera Carnevale que estudia muy a fondo cómo, en el ERP, existían estas cosas que estaban por detrás de lo que hoy se conoce como historia. Yo creo que estamos en un momento en el que todo esto se está analizando, y la verdad no le pertenece a nadie. Nos pertenece a todos y a cada uno. Esta es, también, la intención de este libro: no permitir que alguien se adjudique la verdad dogmática. Sigo, en estas páginas, caminos paralelos que van recorriendo las juventudes. Lo que yo llamo la nueva izquierda y que, en cada país, tuvo distintas siglas: en Chile fue el MIR. El Ejército de Liberación Nacional en Bolivia, etc. Al mismo tiempo, cada país iba desarrollando la contrarrevolución con fuerzas armadas y fuerzas civiles que la apoyaban. Esto también ocurrió obviamente en la Argentina predominando, en general, la idea de que el socialismo iba a avanzar ineluctablemente. Algunos sostenían, desde su más íntima convicción, que la civilización avanza de Oriente hacia Occidente, y quienes sentían que esto podía lastimar sus intereses y sus convicciones armaban una sólida resistencia y, por lo tanto, apoyaban los golpes. Lo que nos pasó en Argentina fue más o menos parecido a lo ocurrido en otros países salvo que aquí ocurrieron dos fenómenos o, si se quiere, un mismo fenómeno con dos consecuencias. A través de distintos grupos y concentrándose en Montoneros, aparece un catolicismo nacionalista. Muchos padres de aquellos muchachos que luego dirigieron Montoneros habían actuado como agentes civiles en el golpe de 1955 que derrocó a Perón y se dedicó a eliminar de la faz de la tierra al peronismo. Como ha quedado demostrado, fue una lucha inútil dejando como saldo 18 años de atraso. En fin, esa fue la realidad. Y estos jóvenes con una religión renovada por la Teología de la Liberación; sacerdotes que se acercan a los pobres y les señalan a los jóvenes que deben ser responsables por ellos. Esto lógicamente lleva a cualquier joven idealista a la acción. Los dirigentes de esa juventud no eligieron el monte, sino la ciudad, y cuando la guerrilla es urbana, tiene procedimientos terroristas.
—Vos señalás en tu libro que el asesinato de Aramburu tiene características terroristas.
—La única manera en la que una guerrilla se hace conocer en las grandes ciudades es poniendo bombas, realizando secuestros. De no ser así, no tiene cómo transmitir su existencia. La guerrilla en el monte, como lo hizo el Che Guevara y luego el ERP, se enfrenta con fuerzas regulares y en ese sentido la sociedad puede integrarse más o menos, pero haciendo más limitada la posibilidad de la muerte inocente, aun cuando también puede ocurrir. Tuvimos entonces, en Argentina, una generación que deseaba eliminar definitivamente al peronismo, pero que cada vez que aparece un Frondizi o un Illia que se proponen legalizar al peronismo, le responde con un golpe. De 1955 hacia adelante la resistencia peronista por un lado y la juventud peronista por otro se justifican a sí mismas por semejante cantidad de golpes militares. La sociedad, entonces, justifica cierta violencia contra la violencia de los golpes. Hasta ese momento, los jóvenes que emprendían la lucha guerrillera tenían bastante aceptación en la clase media y media alta. No así en la resistencia peronista, que los sentía (sobre todo a Montoneros) como intrusos. Esto se llama el “entrismo”. Cuando Cámpora es elegido y luego, cuando Perón vuelve, Montoneros tiene mucho volumen. Un crecimiento al que ellos llamaban “el engorde” y que se advierte después del asesinato de Aramburu. Pero también perdieron gente cuando matan a Rucci. Se van de la Plaza de Mayo cuando Perón los echa, y Perón, a su vez, los anatematiza. En ese punto también muchos dijeron “hasta aquí llegamos”. Cambia, entonces, el humor de la sociedad.
—¿Allí aparece la “teoría de los dos demonios”?
—Yo creo que la sociedad que veía con simpatía a la guerrilla que quería “el hombre nuevo” y estaba contra la injusticia y los militares votó a Perón (incluso yo misma) porque pensó que así se terminarían los enfrentamientos. Que, en 1973, la consigna “lucha y vuelve” era una garantía y se comenzaba así a recuperar un momento democrático en el que se construirían, poco a poco, instituciones que habían sido deterioradas. Y cuando, por un lado, se observa que el ERP ataca al regimiento de Azul y, por otro, Montoneros asesina a Rucci, también la triple A comienza a enfrentarse no sólo con Montoneros, sino con la izquierda en general. Silvio Frondizi no era montonero. Tampoco el padre Mugica. La triple A se ensaña y cuando se enfrentan la derecha y la izquierda peronistas ahí la gente dice “no”. La gente quiere orden, y esto hace posible el golpe que los militares estaban esperando. Tenían su propio proyecto político y se encontraron con una sociedad que estaba harta de tanta violencia.
—Y esto ocurre el 24 de marzo de 1976.
—Desgraciadamente no se supo aprender de la experiencia de Pinochet. Tampoco la guerrilla asimiló la experiencia y la derrota del Che Guevara, y la sociedad no aprendió de lo que había ocurrido con la caída del presidente Allende y la violencia que le siguió. Luego entramos en lo que todos sabemos, y el dolor de que esto nos hubiera ocurrido hizo que pudiéramos preguntarnos: ¿qué hubiera ocurrido, por ejemplo, si, cuando en 1964 Perón volvía, no lo hubieran detenido en Brasil? A lo mejor hubiera reconformado al partido peronista y llamado a elecciones como cualquier hijo de vecino. Quizás así ni siquiera hubiera existido la guerrilla montonera.
—También se ha hablado mucho con respecto a tu posición sobre el número de desaparecidos.
—En un comienzo me pareció correcto el número 30.000. Fue una movida legítima de la gente que estaba exiliada fuera del país: Eduardo Duhalde, Matarollo, Solari Irigoyen, etc.
El único recurso que tenían para denunciar lo que estaba ocurriendo era acudir a las Naciones Unidas. Y en las Naciones Unidas no existía la figura de “desaparición forzada de personas”. Lo que más se aproximaba era “genocidio”, que se empleó después de la Segunda Guerra Mundial. Y para que exista “genocidio” tiene que haber un número determinado de asesinados, como ocurrió con los armenios, los judíos o los gitanos. En 1977 se lanzó en Europa la cifra de 30.000 mientras nosotros, en la Asamblea Permanente de Derechos Humanos, presentábamos en la Justicia 450 casos. Años después, ya en democracia, en la Conadep hubo muchísimas denuncias (más de 10.000), lo cual era lógico: estábamos en democracia, la gente había perdido el miedo y concurría a declarar a una Comisión Nacional, etc. Y lo que hizo una gran diferencia fue la presencia de los sobrevivientes. Hay que recordar el coraje de los sobrevivientes… Yo siempre les rindo homenaje. Sin ellos no hubiéramos conseguido armar las causas que, luego, se llevaron a la Justicia. Reitero que no solamente tuvieron el coraje de denunciar, sino que testimoniaron en el juicio que condenó a las Juntas militares. La experiencia me ha demostrado que, en la lucha política entre sectores, muchas veces las cifras de las víctimas son una herramienta de confrontación. En la Asamblea Permanente cada denuncia era una ficha que se llenaba y a la que se cuidaba en forma extrema porque era todo lo que teníamos acerca de los desaparecidos. Siempre me apegué mucho al número y a la identificación de la persona y creo que tanto el Estado como las organizaciones guerrilleras que aún tengan responsables deben dar a conocer la información que todavía puedan haber conservado para completar las cifras que se publicaron en el Nunca más. Creo, además, que con su habitual orden castrense las Fuerzas Armadas deben tener aún en su poder un importante caudal de información. Nadie se deshace de información que pueda ser usada como chantaje o como defensa. Además, cada una de las Fuerzas Armadas tenía su servicio de Inteligencia. En el juicio a los comandantes quedó probado: cada vez que aparecía un testigo que había estado secuestrado y que pertenecía a algún grupo político, no dejaba de señalar que, cuando lo interrogaban los abogados defensores de los militares, lo hacían de la misma manera y con las mismas preguntas que durante la tortura… ¿De dónde salían esas preguntas? ¿Por qué las tenían los abogados defensores?
—También en este libro te ocupás de la famosa “teoría de los dos demonios”.
—Sí. Por un lado, es bastante lógico que en los organismos apareciera esa sensación cuando hay dos decretos simultáneos del presidente Alfonsín ordenando el juicio a las Juntas y ordenando el juicio a las cúpulas guerrilleras. Los jefes guerrilleros no estaban en el país, pero algunos dijeron: “Esto es la teoría de los dos demonios”. Es cierto que en la fundamentación de ambos decretos cuando se referían al enjuiciamiento de las cúpulas guerrilleras se mencionaba que habían luchado contra las dictaduras. Había como un reconocimiento de cierta motivación. Cuando se comenzó a hacer la investigación sobre el terrorismo de Estado, en ningún momento se puso en marcha ningún juicio contra las cúpulas guerrilleras porque sus jefes no estaban en el país. Otros estaban muertos, como Santucho. Yo no estoy de acuerdo en el tema de igualar responsabilidades. No comparto esa visión porque, si bien es cierto que mataron (y no hay muertes “buenas” y muertes “malas”), también es verdad que cuando el Ejército, la Marina y la Aeronáutica tomaron el poder, transgredieron todas las reglas cuando, en cambio, proclamaban que iban a poner “orden”. Y poner “orden” hubiera sido por lo menos respetar las reglas. No solamente no las respetaron, sino que cometieron atrocidades como secuestrar, torturar, asesinar con juicios sin defensa, robar niños y luego se escondieron. Con la desaparición de personas se garantizaron, y esto es lo más importante, total impunidad. En la guerrilla se cometieron hechos terribles, pero la única arma que tenía quien los cometía era su arma, el escudo de su piel y, en último caso, la pastilla de cianuro.