Adictos a la desmemoria, los argentinos dejamos en el olvido el máximo de los mamarrachos menemistas relacionados con el deporte: Buenos Aires 2004. Por si alguno no lo registra, de la mano de la “imaginación” Menem y de Francisco Mayorga –secretario de Turismo cuya vinculación con el deporte pasó por ser un muy buen corredor de autos, deporte al cual jamás veremos formando parte del programa olímpico– nos hicieron creer que nuestra capital estaba en condiciones de ser la sede de los Juegos que, final y afortunadamente, albergó Atenas.
En aquellos días de borrachera generalizada –tomábamos préstamos en dólares y, lo peor, los pagábamos a término sin imaginar en qué terminaría la fiesta– se habló de un “corredor olímpico” que cruzaría la ciudad y sus suburbios de Norte a Sur paralelo al río incluyendo la zona de la Autopista Illia y su correspondiente Villa 31, y hasta se aseguró que los terrenos de la ex Ciudad Deportiva de Boca eran el sitio ideal para la Villa Olímpica. Lo que Mayorga y sus amigos no quisieron recordar era que Boca, de la mano de Alberto J. Armando, concretó una de las mayores estafas al corazón del hincha en esas tierras, en las cuales prometía levantar el estadio sede del Mundial ’78. Ese estadio se iba a inaugurar el 25 de mayo de 1975 en un amistoso contra el Real Madrid. Se vendieron rifas y entradas al por mayor, pero la cancha jamás se construyó: una escandalosa asamblea a principios de los 70 hizo caer el proyecto luego de que la oposición denunciara que era imposible construir en tierras ganadas al río: la estructura se hundiría. La Villa Olímpica, me aseguró un especialista en el rubro, también. Por cierto, no tengo registro de emprendimientos inmobiliarios de magnitud en esa zona de la Costanera Sur, algo extraño considerando lo que cotiza esa parte de la ciudad a partir del negocio Puerto Madero.
Como sea, los argentinos no sólo no exigimos rendición de cuenta de aquella movida, sino que tampoco nos preguntamos en profundidad por qué no se hizo ninguna mejora infraestructural para nuestro deporte a partir de entonces. Es decir, una vez más, el tema fue “si nos dan la sede –es decir el gran negocio/negociado– hacemos todo; si perdemos, no hacemos nada y que se siga inundando el corredor olímpico cada vez que el cielo escupa”. Por supuesto que quienes nos animamos a cuestionar la empresa fuimos debidamente repudiados y hasta me guardo la anécdota de haber sido insultado por una de las jóvenes secretarias contratadas por Mayorga para controlar todo lo relacionado con el stand de Buenos Aires en días de la elección final en Lausana (todo bien con ella; poco después me la encontré y, entre decepcionada y despechada, hasta me pidió disculpas).
Una década después, el sainete por la indefinición de la sede de la Copa Davis deja a la intemperie la nada que se hizo en nuestro país por aspirar seriamente a ser la sede de una competencia deportiva de primer nivel, ya no los Juegos Olímpicos. Si aceptamos que un Juego involucra gente, logística y escenarios para disputar una treintena de minimundiales en una misma ciudad, es paradójico que, donde quiera que se dispute la final de la Copa, haya que gastar mucho dinero para poner un escenario cubierto en condiciones; es más, no estoy seguro de que alguna de las sedes bajo techo propuestas cumplan con el requisito de albergar, natural y cómodamente, a 15 mil espectadores, algo inaceptable para un país cuya capital aspiró a ser olímpica hace diez años.
A partir de las limitaciones infraestructurales empieza a haber lugar para argumentos que nacen en lo deportivo pero que cada vez más huelen al patético esquema en el cual el dinero del pueblo se usa para comprar la voluntad del involucrado a cambio de un presunto rédito político de gente que piensa mucho más en subir un escalón más que en gestionar. Entonces, el aire se llena de rumores. No voy a hacerme eco de ellos porque no quiero creer en ninguno y porque, apenas se conozca el veredicto, todos sabremos qué hubo de cierto en tal o cual suposición.
Sí considero que hay dos posturas que tienen su lógica: la del pedido deportivo de los jugadores (siempre y cuando no se intoxique con intereses económicos o políticos) y la de la conveniencia organizativa, sin afectar sustancialmente lo deportivo, de Morea y su gente más cercana. En ambos casos hay un camino sensato por recorrer. Si el escenario se reduce a sólo dos posturas, la elección es sencilla. Quiero decir: si los jugadores y Mancini estuvieran de acuerdo en que se juegue en el Orfeo, en Mar del Plata o en Marte, es lógico que la AAT vaya detrás de la propuesta y hasta haga las gestiones ante la Federación Internacional de Tenis que, no olvidemos, podría vetar cualquier escenario que no cumpla con los requisitos formales, algo que, hoy, no cumple la sede cordobesa.
Si los jugadores no tuvieran una propuesta uniforme, la AAT podría poner sobre la mesa el Parque Roca, que es el que parece más listo para ser sede. Lo que jamás debería hacer es tomar partido por uno u otro jugador; siempre en el caso de que haya atomización en la voluntad de los integrantes del equipo.
Más allá del legítimo y entrañable deseo de los tenistas de jugar cerca de la gente que los vio nacer, a nadie le convendría que el equipo y sus entornos quedasen envueltos en una discusión sobre dónde jugar. En todo caso, si hubiera alguna diferencia, es imprescindible que se pongan de acuerdo ya y que, una vez decidido, todos acepten lo resuelto. La Argentina sabe lo que es llegar a una final de Davis con jugadores sin diálogo, y si bien ése no fue el motivo final de la derrota, sería imperdonable que hoy, en tiempos en los cuales se palpa un clima de buena onda en esta generación de fenómenos, ambiciones extradeportivas –la mayoría, ni siquiera de los jugadores– enrarezcan el clima de lo que es una oportunidad histórica.
Lo increíble del asunto es que estamos girando alrededor de temas que pasan por cualquier lado menos por el de enfrentarnos, apenas, con Rafael Nadal, David Ferrer y uno de los equipos más poderosos que disputó la Davis en las últimas décadas. Es decir, ¿de tenis? Ni hablar. Así como lo que más importa en lo deportivo es intentar ganar la Copa Davis, no quiero perderle el rastro a que, detrás de la sede, operan ferozmente referentes políticos incapaces de lograr que la gente viva mejor, una verdad que nos revienta la nariz cuando, por ejemplo, caemos en la cuenta de que el mismo gobierno que es capaz de prolongar las clases hasta Navidad, pagaría lo que sea por comprar la localía de una competencia deportiva. Y si la inversión que quiere hacer es con aportes privados, no se entiende por qué el propio gobierno pone mucho más empeño en conseguirlos que en mejorar el deporte provincial.
Desde los despachos en San Juan, Mar del Plata, Córdoba, Buenos Aires y la Casa Rosada se habla de un tema. El deporte argentino, el tenis argentino, necesita hablar de uno muy distinto. Apenas el de buscar una de las más grandes victorias deportivas de nuestra historia.