Britta Englisch tomó un vuelo de Germanwings de Hamburgo a Colonia. El capitán, haciéndose eco personal de las noticias, saludó uno por uno a los pasajeros e hizo un emotivo discurso, no desde la cabina, sino parado allí donde se hacen las mímicas ancestrales de cinturones y soplido en chalecos flotadores desinflados. Britta reprodujo este discurso en su Facebook, donde se convirtió en virus. No lo leí, pero aparentemente el piloto habló de cómo el accidente lo había afectado a él y a todo el equipo y que pese a ello todos y cada uno estaban allí voluntariamente. Habló también sobre su familia, sobre la de los tripulantes y sobre cómo todos iban a hacer lo posible para estar con los suyos al terminar el día. Cuenta Britta que al discurso siguió un silencio sepulcral de unos segundos y que el avión entero estalló en aplausos.
A veces lo ridículo es lo que en realidad debería ser.
Más extraño es que aceptemos que quienes tienen nuestras vidas en sus manos se comporten como sacerdotes invisibles en las comodidades de cuerinas de la cabina y que apenas tengamos contacto fútil con las bebidas gratis y algún sándwich de miga.
Estar “voluntariamente” en una nave es una manera de decir. Un eufemismo que esconde que la vida capitalista se organiza alrededor del dios del trabajo y que no hay realmente opción muy sólida en su contra. Los peritajes insisten en que el piloto del avión estrellado tenía desprendimiento de córnea y que iba a perder su trabajo de todos modos. Estadísticamente, son increíbles las cosas que la gente hace –alienadísima– cuando peligra su trabajo.