Para el Gobierno, el escenario satisface el más fervoroso de los deseos consumados. Paso a paso, Navidad llega con la presidencia Kirchner a pleno régimen y una oposición aparentemente resuelta a ir por separado.
Con su proverbial sentido práctico, el Presidente aminoró visiblemente algunas rispidices con los Estados Unidos. Fue tan evidente su corrimiento que Hugo Chávez vino a cenar a la residencia de Olivos para reprocharle lo que percibe como un giro pro norteamericano.
En Washington se manejaron con similar pragmatismo. El gobierno de Bush ya no estigmatiza a la Casa Rosada como nido de populistas.
La importancia que Kirchner le atribuye a lograr las mejores relaciones con el establishment económico de los Estados Unidos queda patentizada con el reclutamiento de Susan Segal, una lobbista reconocida del Council of the Americas, como abrepuertas oficial del Presidente y la Primera Dama en Washington DC y Nueva York.
Parece irrebatible que la vacación primaveral de una semana en Manhattan, incluida ceremonial visita a la Bolsa de Wall Street para tocar la campana tradicional, no resultó gratis. Pura sabiduría convencional: nadie cree que los extranjeros que llegan a ese podio para sacarse la foto lo consiguen gratis.
Pero la vasta geografía de permisividad con la que hoy se mueve el oficialismo se organiza sobre la base de un sueño que Kirchner querría hacer realidad. A diferencia del 38 por ciento que obtuvo la oposición en la Venezuela de Chávez, en la Argentina el Gobierno imagina ganar con un 60 por ciento el 28 de octubre de 2007, pero ante opositores que se repartan en tres las diferencias, con lo cual el segundo no obtendría más del 20 por ciento.
A la luz de hoy, las fuerzas que confrontan las estrategias y los métodos del kirchnerismo han perdido terreno.
Sobre Roberto Lavagna se ejerce una hasta ahora exitosa presión “esmerilante”. Percibido como una figura oxigenante, no consigue hasta ahora que sus propuestas e ideas ocupen el centro del teatro de operaciones.
Desde el Gobierno se ha trabajado acertadamente en la creación del diseño soñado: Lavagna, en concurrencia abierta con Mauricio Macri y Elisa Carrió.
La idea que el oficialismo fogonea con sutil talento semiológico es un armado de fuerzas opositoras disparatadamente diversas, irremediablemente en competencia entre ellas.
Macri, hay que apuntarlo, recorre los espineles de la política en un titubeante deshojar de margarita que se acerca al final. Su incomprensible gira a Colombia, de la mano del ex embajador menemista Diego Guelar, patentiza una improvisación llamativa. Macri admite que seguirá haciendo estos viajes para codearse con los problemas del mundo, pero hasta ahora jamás explicó para qué quiere ser presidente de la Argentina.
Su liviandad estratégica comporta, así, consecuencias gruesas: mientras se devanea entre sus diferentes opciones, desdibuja su aparentemente sólida estrategia para lograr la jefatura de la Ciudad de Buenos Aires.
Mucho más astuto, el kirchnerismo eyectó a Daniel Scioli de la Capital y lo despachó a embarrarse en los lodos bonaerenses, sabiendo que la cancelación del sueño reeleccionista de Felipe Solá dejaba en falsa escuadra a Kirchner en el mayor distrito.
La inestabilidad de Macri juega aceitadamente con la situación del Presidente: Macri y Lavagna se autoanulan claramente si compiten entre ellos, mientras que el proyecto pedagógico-filosófico de Elisa Carrió suscita admiración intelectual, pero –en términos de puntos de inflexión– en 2007 no produce cambios sustanciales.
El caso de Juan Carlos Blumberg es diferente: salvo la extravagante cercanía que le regala el infinitamente más preparado rabino Sergio Bergman, el titubeante ingeniero textil oscurece cada vez más cuando intenta aclarar y su actuación en el caso del secuestro de Hernán Ianonne ha sido bastante lamentable.
En verdad, el valor agregado que podría inyectarle al escenario electoral la candidatura de Lavagna es su potencial posibilidad de enriquecer el debate y mejorar sustantivamente la racionalidad y solidez del intercambio de ideas.
Al mantener en operaciones a una fusilería con munición infinita, el Gobierno consigue que Lavagna ande a la defensiva, trastabillando a veces en el barro. En su contra, juega la raquítica voluntad del periodismo para propiciar y sostener un fuerte debate de ideas.
Esa falta de deseo por elevar deliberadamente el nivel del debate que requiere la salud civil del país se conjuga con una tendencia enfermiza a reemplazar agendas temáticas por mediciones de opinión pública.
Si nadie sabe para qué quisiera ser presidente el ingeniero Macri, tampoco se conocen las razones que llevan a Scioli a disputar la gobernación de Buenos Aires.
En una sociedad de debates abortados, alcanza con que políticos mediocres sean “medidos” por consumidores insaciables de encuestas. Esos números, habitualmente evanescentes y poco expresivos, retratan la escualidez de la vida civil local, devorada por el corto plazo y los fuegos fatuos. Esas mediciones devienen material mediático, el que, a su turno, condiciona la regurgitación periodística.
El análisis de plataformas de ideas y propuestas termina como la famosa ética periodística: escribimos maravillosas propuestas retóricas, pero normalmente distantes de la vida real. Así, todo el mundo habla de la necesidad de que los candidatos manifiesten los qué, los cómo y los cuándo, pero eso termina dejado de lado, para derivar en expediente apurado y burocrático, al final y a los apurones. De esto no se habla en la Argentina de riesgo-país casi inexistente.
Así las cosas, la etapa inminente parece resuelta. Habrá receso de fin de año y enero relativamente perezoso si la oferta eléctrica aguanta y no se materializan apagones tenebrosos. Y luego, cuando la propia chatura del cuerpo político nacional lo permita, campaña costosa, opaca, ligera y nada rigurosa, tras la cual la letra K seguirá dirigiendo al país.
Si ése fuese el deseo de la mayoría, sería un desenlace irreprochable, pero amarga pensar que decisiones tan delicadas y potentes se adopten con tan débil entramado conceptual.
Hoy, con proyectos alternativos al kirchnerismo tan desflecados y asincrónicos, la cotidianidad de un oficialismo sin perspectivas verdaderas es un picnic donde tan rotundo hegemonismo terminará almorzándose a la República.
Hace 23 años, al empezar la democracia, Alfonsín hizo un diagnóstico que hoy sigue vigente: “El país está enfermo de soberbia y no está ausente del recuerdo colectivo la existencia de falsos diálogos que, aun con la buena fe de muchos protagonistas, no sirvieron para recibir ideas ajenas y modificar las propias”.