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Enseñanzas del convento

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Durante 65 millones de años, los primates adaptaron y perfeccionaron su cerebro para sobrevivir, no para descubrir alguna verdad. Gracias a eso, los homo sapiens frecuentemente “sentimos” que un sitio es peligroso o que alguien miente, sin necesidad de hacer análisis racionales. Esto no es mágico ni paranormal. Para relacionarnos con el mundo y con otros seres humanos usamos procesos que están más allá de la racionalidad.

Cuando nos comunicamos, sólo una quinta parte de nuestro mensaje depende de las palabras, mientras que las otras cuatro quintas partes dependen de la forma y del contexto. Cuando las imágenes trasmiten emociones y sentimos un significado desde el punto de vista afectivo, éste puede transformarse en una convicción. Si sólo lo entendemos desde el punto de vista lógico-racional, podemos creerlo, pero eso no necesariamente nos llevará a actuar. La política está en la esfera de lo motivacional, cargada más de emociones que no de conceptos. Cuando alguien siente que debe votar un candidato, no cambia de posición con argumentos racionales.

Hasta hace poco la comunicación política era vertical. El líder pronunciaba un discurso, los periódicos lo publicaban, las radios lo leían y la gente hablaba de eso. Los textos y las palabras ordenaban la realidad política. Actualmente, el esquema es horizontal: nadie maneja la mente de la gente que se liberó de las élites. Nadie guarda en los iPods proclamas o programas políticos, todos hablan de lo que les viene en gana, cuándo y con quién se les ocurre. Los ciudadanos comunes generan contenidos, que sólo por excepción incluyen alguna frase del discurso de algún político. Cuando emitimos un mensaje, más que pensar en qué palabras pronunciamos, debemos cuidarnos de cuál será su efecto en la mente de los electores.

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Actualmente las encuestas dicen que Mauricio Macri tiene mejor imagen que el porcentaje de votos que tuvo en la segunda vuelta. La gente dice que su situación todavía no ha mejorado y que le duelen los ajustes, pero que tiene fe en su futuro y en el Presidente. Si esa es la realidad, habría que aceptar que con Mauricio la comunicación es muy exitosa. Sin embargo, algunos dicen que le va bien, pero le habría ido mejor si hacía lo contrario de lo que hizo para que le vaya bien.
Otros presidentes que tomaron medidas semejantes siguieron el mismo rito: un lugar solemne, saco y corbata, bandera, distancia de la gente, cara de catástrofe, y una larga lista de lo malo que hizo su antecesor. Todos quedaron con su imagen en ruinas.

Si Mauricio se dedicaba a recitar la lista de desastres de los K, le habría faltado tiempo para gobernar, habría roto su promesa de no perseguir a nadie y habría avalado al principal argumento que esgrime Cristina Fernández en su defensa: “Soy una perseguida política”. El discurso era innecesario porque todo el círculo rojo supo lo que pasó, aunque muchos no protestaron por eso. En cuanto a la gente común a la que querían informar, también lo sabía todo. Es erróneo suponer que los ciudadanos son ignorantes y están ávidos por oír peleas entre políticos. Saben lo que pasa y, por lo general, en términos de comunicación, las explicaciones no sirven para nada. Cuando alguien dijo que los K se llevaron un producto bruto interno, nadie ardió de indignación. José López y las monjas dieron una cátedra de comunicación política. Ningún discurso habría llegado al corazón de los argentinos como las rocambolescas escenas del convento, la madrugada, las monjas cargando bolsos. Cuando se impacta con imágenes, nuestro cerebro crea naturalmente datos complementarios. Reunido con otras diez personas, pregunté quiénes habían visto a José López lanzando los bolsos por sobre la pared del convento. Todos levantaron la mano. Se desconcertaron cuando les recordé que en realidad nunca apareció esa escena, sino que a partir de otras informaciones, sus cerebros habían producido las imágenes que creían haber visto. La comunicación política funciona de esa manera.

 

*Profesor de la GWU, miembro del Club Político Argentino.