En 2011 la Argentina habrá entrado en su séptimo año consecutivo de inflación de dos dígitos. Lamentablemente, lo hará ya en un umbral del 30% anual, y muy probablemente seguirá escalando hacia nuevos pisos del 40% por año cuando un nuevo gobierno tenga que ocuparse de reducirla a partir de 2012.
Es mi primera intención en esta nota remarcar que la inflación alta (altísima, en este contexto global) lleva nada menos que siete años. Siete años que pudieron pasar desapercibidos entre otros motivos, pero principalmente, porque la economía mantuvo tasas de crecimiento excepcionales (salvo en 2009, cuando la inflación también se redujo producto del shock recesivo causado por la sequía y la crisis internacional).
La inflación ha sido planteada como si se hubiera “colado” en el programa económico pergeñado por Lavagna para Duhalde y luego continuado prácticamente sin cambios por las dos administraciones kirchneristas. Sin embargo, la inflación era y es la consecuencia natural de la combinación de política monetaria, cambiaria, fiscal y de asignación de recursos que forman parte de dicho programa.
En un contexto de términos del intercambio comercial extremadamente favorable y de apreciación real de las monedas de nuestros principales socios comerciales, lo natural es que se produzca una apreciación real del peso, o dicho de otra manera, que el poder adquisitivo del peso aumente (o lo que es lo mismo, que el poder adquisitivo del dólar se reduzca).
Esta apreciación puede venir por un alza nominal del peso o bien por un aumento de los precios internos, o sea, mediante inflación. La elección se inclinó en 2005 por esta última alternativa; la idea era no dejar que el peso se apreciara nominalmente y así mantener vivo el modelo basado en un tipo de cambio competitivo.
Pero, al mismo tiempo que el BCRA compraba dólares caros, convalidaba tasas de inflación crecientes. Se implementaron entonces los primeros controles de precios, en el entendimiento que así la inflación no sería un problema. Y al poco tiempo, cuando la inflación mostraba que los controles no resultaban suficientes, se optó por empiojar las estadísticas (como si la adulteración de la balanza nos permitiera bajar de peso).
La inflación cobraba vida propia en un contexto que se le presentaba cada vez más favorable: cuellos de botella en la oferta de varios bienes y servicios, fuertes y cada vez más frecuentes aumentos salariales, progresivo deterioro fiscal y creciente monetización de parte de ese deterioro y, como resultante de todo lo anterior, altas expectativas de inflación.
Los deseos de consumir crecen a un ritmo más rápido de lo que lo puede hacer la oferta doméstica. Los cuellos de botella se multiplican como consecuencia de una inversión insuficiente, que apenas alcanza para mantener el stock de capital por trabajador ocupado. Como esto impide que la productividad aumente al ritmo que lo hacen las demandas por mayores salarios, éstos tienden a trasladarse rápidamente a los precios y lo harán más rápido si el aumento de la demanda no compensa (con más ventas) la caída de los márgenes unitarios.
A estos factores reales, se les suma la infaltable convalidación monetaria producto no sólo de las compras de dólares en el mercado sino también del uso del balance del BCRA como última fuente de financiamiento de las necesidades del Tesoro nacional. En 2010, la asistencia del BCRA al Tesoro, a través de diversos mecanismos, se ubicará en torno al 4% del PBI, contra un poco más del 2% en 2009. Detrás de esto, un gasto público récord permite, de un lado, mantener prácticamente congelados precios claves de la economía y, del otro, incrementar (o en el peor de los casos mantener) el poder adquisitivo de sectores de la población que de otra manera se verían fuertemente afectados por la inflación.
Es cierto, la inflación golpea a todos los estratos sociales y sectores (ya sea de la economía formal o informal), pero no se puede discutir que lo hace con algo más de virulencia en los sectores más pobres.
Tal como lo muestra el gráfico que acompaña esta nota, el 20% de menores ingresos de la población argentina enfrentó en los últimos 12 meses una inflación del 27,4%, algo más de cinco puntos porcentuales por encima de la que enfrentó el 20% de mayores ingresos.
De todas maneras, la tolerancia a la inflación es elevada. El recuerdo del hiperdesempleo de los 90 es más cercano y por ende más generalizado que el de la hiperinflación de períodos anteriores. Segundo, porque en los últimos cuatro años los aumentos salariales superaron o están en línea con la inflación (para lo cual también contribuyeron los sucesivos aumentos del mínimo no imponible de Ganancias). Además, luego de siete años, la inflación fue relativamente estable y no desembocó en ninguna crisis. Pero, una inflación alta y estable es la plataforma de una inflación más alta e inestable. Sobre todo cuando desaparece el ancla fiscal. Y el deterioro fiscal, si bien no ha sido estrepitoso, es progresivo y amenaza con incrementarse en 2011, tal como ha venido sucediendo sistemáticamente en cada año electoral.
Una inflación más alta, una peor situación fiscal y precios en dólares elevados serán un cóctel desafiante para la próxima administración. Pero la oportunidad de corregir estos problemas sin un trauma a la Argentina existe y nos la da una situación internacional extraordinaria, que ha venido permitiendo que Argentina crezca a tasas muy elevadas con un relativo orden fiscal y superávit de la cuenta corriente del balance de pagos. Esto determina que se enfrente una situación nueva de carácter excepcional.
Ojalá que la complacencia no lleve a creer que no hace falta hacer nada, que se puede tener déficit, que se puede seguir por otros cuatro años con una inflación del 30% y que no hace falta devaluar (o, lo que sería aun peor, que sólo alcanza con devaluar), etc. Vale la pena tener presente que la negación y la complacencia son siempre una buena receta cuando de caer en una crisis se trata.