El objetivo está claro y es indiscutido: una educación de calidad, capaz de ofrecer igualdad de oportunidades y garantizar la equidad. Sin embargo, mientras en cualquier otro espacio cuesta imaginar un plan de mejora sin contar con un diagnóstico confiable, en el ámbito educativo es frecuente que con el solo fundamento de la propia experiencia escolar cualquier ciudadano se anime a juzgar y proponer cambios. En muchos casos se trata de opiniones sustentadas en un recuerdo nostálgico.
El punto de partida debe apoyarse en evidencia sobre la calidad de los aprendizajes a nivel nacional, por jurisdicción y por escuela. Nuestro país vivió operativos de evaluación anteriormente, como el ONE (Operativo Nacional de Evaluación) entre 2005 y 2013. Más allá de la oposición sindical frente a las pruebas Aprender 2016 –y aunque puedan objetarse algunos aspectos técnicos– resultan consistentes en el marco de una política educativa que sinceramente pretenda promover una mejora del sistema.
La prueba se aplicó de modo censal en sexto año del nivel primario y en el último curso de secundaria. Más de 850 mil alumnos respondieron las pruebas de quinto o sexto año de secundaria, alcanzando un nivel de cobertura del 71,3%.
El 53,6% de lo alumnos a punto de egresar del secundario alcanzó un nivel de desempeño satisfactorio o avanzado en el área de lengua. Sólo el 9,4% de los estudiantes pudo reconocer elementos básicos de la argumentación que les sirven para diferenciar entre datos y opiniones y realizar juicios valorativos. En matemática, el 40,9% está por debajo del nivel básico.
Son preocupantes las diferencias según el sector socioeconómico. La tercera parte de los alumnos de estratos sociales bajos no llega a comprender e interpretar textos complejos, ni diferencia las ideas relevantes de las secundarias. Asimismo, el 58,6% no puede reconocer e identificar información de tablas y gráficos, encuentran dificultad para resolver situaciones problemáticas simples y no resuelven problemas de proporcionalidad.
Estas deficiencias reflejan que un alto porcentaje de los jóvenes provenientes de los sectores más desfavorecidos que logran finalizar el nivel medio, no son capaces de comprender acabadamente el diario con sus textos e infogramas, ni mucho menos material de estudio de una carrera universitaria. A nivel general, un alumno de cada diez puede diferenciar opiniones en un texto y realizar valoraciones.
Mientras la legislación actual y los discursos políticos bregan por un amplio e irrestricto acceso a la universidad, las deficiencias del nivel primario y secundario relegan al sector más desfavorecido. Les abren las aulas del nivel superior, pero no les permiten acceder con las herramientas necesarias para poder aprender y graduarse. Un resultado cruel que agudiza la desigualdad, encubierto bajo un discurso de apariencia democrática. Quienes quieran garantizar el acceso a la universidad deberían primero asegurar que los niveles previos del sistema educativo –a la sazón obligatorios– no sólo brinden una cobertura masiva, sino una educación de calidad.
Las pruebas Aprender 2016 suscitaron una reata de cuestionamientos y padecieron el embate sindical. Los padres y los alumnos sufrieron la confusión ante las voces acusadoras que la ponían en cuestión. Sin embargo, cientos de miles de alumnos participaron y hoy contamos con sus resultados. Aún nos queda un interrogante ¿cuáles serán las acciones que se implementarán en cada nivel de decisión –escuelas, municipios, provincias y Ministerio de Educación– para caminar hacia la mejora educativa? ¿Seremos capaces de programar un plan a largo plazo que supere las discusiones partidarias para priorizar una política nacional?
*Profesora de la Escuela de Educación, Universidad Austral.