Europa, que durante cuatro siglos fue el centro del mundo, se encuentra hoy ante una nueva encrucijada. Si miramos la historia larga, preferida por Ferdinand Braudel, en ella han confluido dos fuerzas contradictorias: el impulso hacia la unidad (con Carlomagno, el Sacro Imperio o el Tratado de Roma de 1957), y la tendencia hacia la fragmentación idiomática, política y religiosa, cuyos recientes ejemplos son la desintegración de la URSS y Yugoslavia, los movimientos independentistas de Cataluña o Escocia, y el referéndum británico sobre el retiro de ese país de la Unión Europea.
Al finalizar la Segunda Guerra Mundial los líderes occidentales iniciaron un proceso, al principio entre seis países, cuyos objetivos fueron superar la guerra y crear instituciones de integración y cooperación, y así consolidar un crecimiento económico que permitió alcanzar un bienestar nunca conocido en la historia. Los logros fueron espectaculares en lo que hace a la integración de los mercados de bienes y servicios, convalidación de estudios y diplomas, innovación tecnológica, cooperación judicial, conocimiento recíproco de las culturas y pueblos de Europa.
Una serie de tratados –Acta Unica de 1987, Maastricht, Amsterdam, Niza y Lisboa– han definido la fisonomía política de la unión y las relaciones entre el Estado y el mercado, fuerzas estructurantes de la sociedad moderna.
Después de casi setenta años, el gran proyecto de integración iniciado con la Comunidad del Carbón y el Acero se debate entre decepciones y críticas.
El filósofo Jürgen Habermas sostiene que “los objetivos políticos originales de la Unión Europea han perdido mucho de su vigencia”, entre otras cosas porque “el antecedente carolingio de los grandes fundadores, con su llamada explícita al Occidente cristiano, se ha desvanecido”. No se ha logrado esbozar un gran designio que cautive a los pueblos. Mas aún: se han puesto en duda los valores que inspiraron la cultura europea; el triunfo de un relativismo ha destruido su identidad.
A pesar de la incertidumbre, algunos juicios son posibles:
u Existen dos visiones, cuyos extremos son el rechazo a toda supranacionalidad, sostenido por Francia, y la tentación federal sostenida por Alemania e Italia, que siguen oponiéndose a seguir construyendo una Europa en el terreno económico, cuya seguridad es garantizada por Estados Unidos y la OTAN, y a superar la mera unión económica para crear una unión política con autoridad institucional y protagonismo internacional propios.
u Europa ha renunciado a tener una fuerza militar independiente, a pesar de que algunos países, como Francia o Alemania, quisieran mantener una visión propia en política internacional.
u Una parte creciente de los pueblos europeos culpan a Bruselas y a sus 55 mil funcionarios de no responder a las democracias nacionales y de haberse transformado en el instrumento de una tecnoestructura económica globalizada. De que muchas de sus decisiones son ambiguas o contradictorias para el gran público. No sólo consideran que la burocracia de Bruselas se ha aislado –con más de 10 mil lobbistas de empresas multinacionales y ONGs– sino que importantes negociaciones se están llevando a cabo en secreto, como por ejemplo el acuerdo de libre comercio con Estados Unidos.
u Los convencionales anuncios y discursos no pueden disimular la ausencia de un proyecto político. Las expectativas de las sociedades democráticas no están en sintonía con las instituciones y las elites gobernantes tanto a nivel nacional como comunitario. Europa no provoca ni ilusión ni sueños de la gente.
La realidad es que la integración de Europa no ha podido superar los factores de “fragmentación” a los que me he referido.
Hay una Europa a varias velocidades: de los 28 miembros de la UE sólo 19 han adoptado el euro. Gran Bretaña critica frontalmente la política agrícola común, no practica la política social común ni suscribió al Acuerdo de Schengen de libre circulación de personas. En política internacional hubo varias visiones. Por ejemplo, en 2003 el debate por la situación de Medio Oriente enfrentó a los que, como Gran Bretaña y España, se plegaron a la intervención militar de los Estados Unidos en Irak con quienes se opusieron por ilegal y contraria a la carta de la ONU, como Francia y Alemania.
Europa, que era el pivote alrededor del cual giraba el mundo, ha iniciado una pendiente declinante respecto de otras regiones del mundo. Su población se reduce, su participación en el PBI mundial pasará de 25% a 15% en 2040 y su identidad cultural peligra cuando sólo en Francia pueden contarse más mezquitas que iglesias.
El fin de la Guerra Fría auguraba un mundo de paz, y el fin de las ideologías. En vez de paz observamos un mundo de turbulencia donde se multiplican los conflictos étnicos, religiosos y políticos. La globalización ha reducido la pobreza, pero aumentado las desigualdades.
Como todos los pueblos, Europa enfrenta un mundo complejo y plural. Como ellos, no sabemos adónde vamos. El escritor Arturo Pérez Reverte fue más irreverente en un artículo para el diario El País: “Europa se va al carajo”.
Esta brillante civilización, que tanto ha dado a la humanidad, continuará su desarrollo humano y social apelando a las fuerzas ancestrales que caracterizan sus treinta siglos de historia. Sus paradigmas humanos todavía se inspiran en Prometeo, Ulises, Fausto o Don Quijote, que han dejado su marca indeleble en la civilización universal.
*Diplomático e historiador.