El próximo gobierno, cualquiera sea su signo político, se va a encontrar con un contexto mundial muy diferente al de la etapa kirchnerista. Una tormenta de noticias desfavorables provenientes del exterior requiere especial atención. A la crisis griega actual, hay que sumarle el susto ruso de principios de año, la reciente corrección del mercado bursátil chino y su menor pujanza económica, la suba inminente en los tipos de interés de la Reserva Federal, el fortalecimiento del dólar y el menor precio de las materias primas.
Algunos más atemperados que otros, son riesgos latentes en el escenario internacional, cuyos elementos operan fuerte en el mundo emergente, pero sobre todo, en el vecindario latinoamericano. En la región, los costos de financiamiento se encarecerán, los déficits de cuenta corriente se ensancharán y los tipos de cambio se depreciarán; mientras realidades como la desaceleración económica, la mayor presión inflacionaria, el aumento del desempleo y el estado de las cuentas fiscales cobrarán mayor protagonismo en cada uno de los países.
En este marco de un sesgo alcista de los riesgos del contexto mundial, Brasil está pasando por una coyuntura más que preocupante. A sus dificultades económicas, suma problemas en el aspecto judicial y político. Por un lado, nuestro principal socio comercial terminará el año con una caída en la actividad del 2% y en la producción industrial del 5%; con una inflación del 9%, un déficit fiscal del 6% del producto y una cuenta corriente deficitaria del 4% del PBI en conjunto con una devaluación nominal que puede ubicarse por encima del 30% hacia fin de año. Una de las peores combinaciones de indicadores en décadas. Por el otro, el escándalo de corrupción con Petrobras y otras grandes compañías de renombre parece ensancharse y salpicar cada vez a más funcionarios acusados de corrupción. Incluso, la propia presidenta, a la que gran parte de la población presiona para un juicio político y cuya alianza de gobierno pende de un hilo (la acaba de abandonar Eduardo Cunha, titular de la Cámara baja). El vicepresidente Michel Temer (también presidente del PMDB) intentó poner paños fríos; sin embargo, el delgado equilibrio en la coalición gobernante llegó para quedarse. Por si todo esto fuera poco, el país está al borde de un problema hídrico de proporciones, la imagen de aprobación de Rousseff está por el piso (ya perforando los 10%), a seis meses del inicio del segundo mandato, y el margen para ejercer cualquier tipo de medida de austeridad (ya criticado dentro del PT) es cada vez menor.
Está claro que esto no es una buena noticia para la Argentina. Nos impactará en el corto plazo en el frente cambiario (por la presión adicional que ejerce un real más devaluado), en el canal comercial (por menores exportaciones y mayor competencia productiva) y en el frente financiero (si el país ya no es “grado de inversión”, traería mayor volatilidad en el movimiento de capitales regional), justo cuando el nuevo gobierno argentino intente asomar la cabeza al exterior.
En este sentido, suele aducirse que la desconexión con el exterior nos protege de las volatilidades que imperan. Hay algo de cierto en ello, pero el aislamiento evita los beneficios de un mayor comercio e inversiones sin eliminar completamente la existencia de turbulencias.
Lo cierto es que las aguas nunca están tranquilas en términos de los asuntos globales. En cambio, promover una vinculación inteligente con el mundo no sólo nos traería los dólares que tanto necesitamos, sino que traccionaría nuestras tan castigadas exportaciones y elevaría el potencial de varios sectores productivos. Todos aspectos necesarios si lo que se viene es una agenda de desarrollo, como tanto se pregona. Hay mucho trabajo por delante en un mundo cada vez más complejo e interconectado, que demanda una reinserción internacional pragmática. Ojalá el próximo gobierno otorgue a este capítulo la importancia que se merece. La ventana de oportunidad no está completamente cerrada.
*Economista jefe de la Fundación Capital.